Todas estábamos desnudas, pero nadie miraba a nadie. En el onsen eso no era importante. La vergüenza juguetona de las mujeres japonesas se esfumaba cuando la desnudez era el status quo. Lo importante era el ritual de limpieza, nadie entraba a una piscina sin antes haberse hecho un lavado exhaustivo. Cada una se sentaba en un banquito de plástico del tamaño de un juego de casita para niños. En el espacio diáfano, se alineaban las mujeres sentadas en los banquitos, cada una con su espejo y su mango de ducha. Ellas se frotaban compulsivamente con estropajos durante largos periodos de tiempo: detrás de las orejas, entre los dedos de los pies y en los huesos de los tobillos.
Sus pieles eran todas tersas y lechosas, incluso las arrugadas de las más ancianas, con sus vértebras salidas y sus pechos pellejudos. No era nada lujoso el onsen del barrio, pero era barato y tenía todo lo necesario para entrar en el agua termal caliente, flotar y meditar. Sus azulejos ordinarios de losa blanca y brillante estaban tintados de minerales volcánicos, y entre el vapor desfilaban decenas de cuerpos femeninos tan diversos como cada una de las gotas de humedad que densificaban el espacio.
Había mujeres gordas con pechos enormes cuyas redondeces escondían sus pubis. Pero también mujeres esqueléticas, e incluso las había con un solo pecho y una gran cicatriz mientras otras amamantaban a sus bebés dentro del agua. Algunas eran tan frágiles y transparentes como el mismo papel de arroz. Otras aprovechaban los potentes chorros de agua que caían del techo para masajear sus cuerpos jóvenes y musculosos. En el onsen las mujeres velludas goteaban agua caliente al salir de la piscina, mientras que aquellas de cuerpos lampiños se acomodaban en los espacios libres. Por encima de la línea del agua resplandecían todas: las pieles llenas de lunares y los plexos solares lisos como lienzos en blanco.
Mientras la relajación frenaba el implacable ritmo de vida japonés, en las aguas termales se acentuaba la diversidad física, en igualdad de condiciones. Éramos nadie; solo piel y agua. Y esto era extraordinario.
Hasta que nos vestíamos.
La luz blanca y homogénea que reflejábamos al unísono en las piscinas ya no era. Esta atravesaba con cada blusa puesta, perfume o zapato, un prisma que rompía todo en miles de colores. Después de la desnudez, cada prenda revelaba una impronta de identidad. Los yo volvían a sus dueñas acompañados de sus pertenencias y cada mujer se reunía nuevamente con su estilo y su propio gesto. Quizás, aunque ellas fueran japonesas y yo no, teníamos desafíos similares. Y quizás, solo desnudas ante el silencio y las aguas calientes del onsen, podíamos filosofar en paz sobre ellos.

Sol Acuña
@laultramarina
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