¿No gobiernan las rocas meditabundas
el océano de la carne, ardiente herida,
vestidas de afiladas cales, calas, sales
de espuma de astro ardiente
tatuado a latigazos sobre su espalda mordida,
y sobre los cuerpos sus sombras serias dibujan?
Entre acantilados dulce amor mira a las gaviotas peinando el agua.
Los grises del mundo abrigan
su suave sueño y sereno susurro.
¡Oh, dime, amor! Escucho tus suspiros. ¿Tan profundo puedes ver?
Contra la frontera del mundo,
rugientes retorcidos cuerpos,
espirales emborronadas curvas,
ascendentes, descendentes, detenidas construcciones,
enturbiados golpes azul oscuro
y espuma y blancuras rabiosas conjuran.
Veloz corriente la piel del mar surca.
Verticales. Descensos. Ascensos.
Corales. Tiburones. Mantarrayas.
Palacios de perlas. Profundidades insondables. Vibrantes pastos de algas.
Las manos del agua agitan mis costillas.
Ya en las playas de una mediterránea y tostada Ogigia, mis estómagos
lentas olas tarde duermen.
En el acantilado la dulce joven detiene un momento sus ojos sobre mí.
El plomo de los colores en mis ojos fundido me arrastra.
De mi pecho cuelga una condena de paisajes inabarcables.
Y arrastra mi cuello la pesadez de un relicario que atesora todos los mundos.
Los abismos, maternal negrura y calmo sudario de las muchas noches, me miran.
Los eones pastan la tierra, y no hay
noches ni días.
La cordillera que corona el cosmos. La arena llevada por azarosos vientos.
Frente a unos ojos fugaz lienzo de emborronadas nubes. Frente marmólea del panteón del tiempo.//
Ya me poso en el último lecho del mar.
Ahora, solo la calma.
Tal vez, murmullos.
¿Una voz?
Ninguna.

Jaime Calaforra Arranz
@jcalaforraarranz
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