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La vuelta al yo

Cuando la soledad avanza, cuando el abismo parece cercano aunque nos esmeremos en no reconocerlo, solo queda un lugar, uno solo, para asentarse y mirar. Solo uno, detrás de todos, antes del mundo. A pesar de que sea solo uno, ese lugar es infinito. Ahí está siempre, independiente del paso del tiempo, de las cicatrices, de las caídas, de los aciertos. Un lugar sin espacio, indefinido, abstracto y concreto, particular y universal, que alumbra hacia afuera y que se deja tocar del exterior.

Ese lugar es el yo. Proust le dio múltiples formas. Pessoa lo fragmentó y lo convirtió en varios con quienes sentarse a tomar un oporto. Valéry lo elevó a la quintaesencia de sus personalidades. El yo se convirtió en ellos en un lugar de expansión hacia lo desconocido, un espacio para asomarse al universo. Por eso la primera imagen del espacio profundo, recientemente publicada y tomada por el telescopio James Webb, se parece tanto a la imagen que se asoma al cerrar los ojos. El mundo sucede en el cuerpo como sucede en el espacio, y quienes se percatan de esto saben que solo es posible gracias a la lectura minuciosa del libro de su interior.

En el encierro pandémico pulularon escritos y diarios. Los concursos literarios recibieron muchos más candidatos que en otras ocasiones. El espejo de las pantallas, la blancura de las paredes, las grietas de las relaciones, suscitaron reflexiones como ningún otro fenómeno lo había hecho. La persistencia del yo tuvo esa consecuencia. La crisis, por tanto, es un camino hacia esa informe llegada del yo. Aún más: recientemente, la literatura ha tomado un giro hacia la autorreferencia. Pululan géneros como las autobiografías combinadas con ficciones del sí mismo. Escritos en los que se dice, sin ningún temor: yo siento, yo sentí, yo sentiré. Margarita García Robayo, Carolina Sanín, Javier Cercas son algunos destellos de esta sensación. Leila Guerriero publica en las páginas de lo que podría ser el nombre más aburrido de los periódicos, las “columnas de opinión”, su fulgurante instinto de hacernos percibir aquello que ella siente.

Esta vuelta al yo –que es una ficción pues del yo nunca se va y por tanto no habría cómo volver al estar siempre en ese lugar– no es una vuelta al narciso. Más allá de la muestra enfermiza de un yo que no reconoce diferencia entre la realidad de su interior con la del exterior, y que ya descifró Freud en El malestar de la cultura como una característica de lo patológico, y más allá también de las elucubraciones de la identidad que ubican a los seres humanos en casillas infranqueables. Ese yo es más que la belleza aparente de su propio espejo del lago, y más que la forma cultural de representarse.

Es una idea que nos ha acompañado por mucho tiempo. Sócrates habló de la búsqueda constante del conocimiento interior a través del diálogo consigo mismo; Hesse habló, milenios después, de esa misma idea de la conquista del yo. Así decía el alemán en la introducción de su novela Demian: “La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. (…) Unos no llegan nunca a ser hombres. (…). Pero todos son una proyección de la naturaleza hacia el hombre”. El otro, o lo que llamaría Lévinas como la “alteridad”, que ha delimitado tantos reflexiones y campos del saber contemporáneos, no riñe con el yo. Cada uno, como “proyección de la naturaleza hacia el hombre”, es –somos– un esbozo de sí mismo en búsqueda constante de sentido.

Julián Bernal Ospina
julianbernalospina.com
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