A lo largo de la historia, el ser humano ha formado parte de revoluciones que alteraron profundamente el transcurso de su evolución. Todas ellas se sirvieron de conceptos políticos, económicos, intelectuales y sociales. Una de las más importantes fue la Revolución Industrial, que tuvo su inicio a finales del siglo XVIII en Gran Bretaña, lo que dio inicio al capitalismo industrial, que implicó la mecanización de los métodos productivos existentes y que ha continuado desarrollándose hasta nuestros días. De este modo, la automatización se ha ido consolidando en el proceso productivo de tal forma que el ser humano cada vez interviene menos en el mismo, más allá de la programación de dicha automatización, que más pronto que tarde será también sustituida por la Inteligencia Artificial. Planificar, dividir en etapas y prever los errores que puedan surgir durante el sistema de producción automatizado, son las herramientas clave que permiten elaborar el mismo producto para millones de personas en todo el mundo.
Sin embargo, la producción en serie o en masa, afecta al concepto del arte, descalificándolo por su unicidad, pero elevándolo, paradójicamente, al máximo ejercicio de la libertad creativa. De la misma forma, en arquitectura y urbanismo encontramos una confrontación con los conceptos anteriores, al componerse no sólo de una parte funcionalista, sino en gran medida de la expresión artística. En ambas disciplinas cada vez son más habituales la automatización y la producción planificada de los distintos procesos con el fin de obtener ligereza, optimización, reducción de riesgos, un mayor control, mejorar la calidad de los productos o reducir los tiempos de producción, pero si reducimos la arquitectura a la producción y olvidamos su propósito, entonces su capacidad para emocionar y transmitir -en otras palabras, su componente humano- dejaría de existir. Por lo tanto, aunque la actividad de proyectar tiene como objeto la construcción del proyecto, esta intención es limitada y reductiva si no se entiende que estas realizaciones forman parte del conocimiento personal del autor.
Cada proyecto de arquitectura se enriquece a través de una serie de referencias previas, de la prueba y del error, del mensaje que transmite la obra, de las imágenes que crea, de las emociones que genera, así como del vínculo que se establece entre arquitecto y usuario. Del mismo modo, la ciudad es fuente de diversas experiencias humanas, no sólo por sus características formales, sino por su funcionalidad y por la manera de vivirla. En la ciudad encontramos espacios que nos hacen sentir cómodos, otros en los que podemos conectar la naturaleza y con nosotros mismos, también encontramos zonas oscuras que nos alertan y nos causan inseguridad, así como lugares que estimulan el aprendizaje y la socialización, la calma o el cobijo. La ciudad es un ente comunitario vivo, capaz de sentir e incapaz de desligarse de su producción emocional.
La arquitectura y el urbanismo son, como el arte, reproducciones del contexto en el que se desarrollan, siendo hoy en día fiel reflejo de la sociedad de consumo, de la infravaloración del trabajo intelectual y de la cultura del hacer por hacer. Todo ello, con la finalidad de seguir encajando en el sistema. Sin embargo, ninguna tiene sentido sin la expresión artística. Los espacios que habitamos no son inocentes a las emociones, residen en nuestros recuerdos y nos marcan para el resto de nuestras vidas: la casa del pueblo, la librería del barrio, nuestro hogar de la infancia o la ciudad en la que crecemos, son espacios con los que creamos unos vínculos emocionales tan fuertes que resulta imposible reducirlos a la pura necesidad. Los espacios perduran en el tiempo de forma imperfecta, no existen los lugares perfectos, éstos traspasan los límites de la técnica adquiriendo unos valores intangibles, subjetivos y personales.

Aránzazu García-Quijada G.
@ari.gqg
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