No fue en Gerona ni se llamaba Gala,
pero esa mujer con cabeza de rosas
fundida en aquellos vientos alisios del caribe,
simbolizaba en su gracia onírica
toda la sensualidad de la isla.
Piel tostada,
ojos claros
(un poco rasgados),
cuerpo oleado,
voz dulce,
labios de casquitos de guayaba.
Combatíamos el síndrome de insularidad
con complicidades etílicas,
rompíamos a fuerza de épica martiana
las olas en el malecón,
derretíamos los relojes
con persistencia poética.
Era la última noche,
lo sabíamos, lo entendíamos.
Ella se puso un vestido rojo
y unos pendientes largos.
Yo escondí mis cabellos crispados
por la humedad
en un pasamontañas de lana
y me arremangué la camisa.
La salsa casino era un aluvión
que intentaba evitar
con disertaciones metafísicas.
Vueltas, palmadas, círculos.
Me tomó de la mano para bailar
y tuve que defenderme como pude,
con un par de pasos acompasados
y la seguridad de un perro perdido
cada vez que me miraba a los ojos.
Quería sentirla,
apretarla junto a mí,
sacudir años
de conductismo académico
y guerra fría
asentando algún beso levitante.
Pero entre el ruido jaranico
y las fluctuaciones nocturnas;
la música se apagó,
se acabaron las bucaneros,
y yo, con algo por dentro
que me sigue lacerando hasta hoy,
abordé el avión de regreso.
Días después,
una sorpresiva carta a su puño y letra.
Un cuchillo de rayas y grafito
con el que aún me flagelo
de vez en cuando,
prologaba junto a Guillén
la zanja de un amor que nunca llegó a nacer:
“En fin, la pureza de quien
no llegó a ser lo suficientemente impuro
para saber qué cosa es la pureza”.

Adal Hernández
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