A Mónica, Fabio, Iván, Caterina, Beth y Vincenzo.
Ayer en una tibia tarde de verano
y después de varias duchas de agua helada
comprendí que no existe nada ni nadie
que pueda correr más rápido que el agua,
esa compañera de íntimas aventuras
que se empeña en caer gota tras gota
imitando una ceremonia bautismal
propia de aquellos vagos recuerdos que no guardo de mi infancia.
Ni siquiera el más veloz de los atletas
puede recorrer todo mi cuerpo hasta escurrirse en las cloacas
de una hermosa ciudad con hostales en penumbras
cada vez más repleta de turistas con Smartphones
pero que se halla penosamente abandonada
por sus habitantes llenos de un maldito agotamiento
y de sonrisas con dentaduras deformadas.
Cae la noche y con ella mis deseos se levantan,
como si quisiera que los hijos que no tengo
tocaran repentinamente la puerta de mi alcoba
y saltaran como locos en una batalla de sábanas dulces
contra almohadas viejas y sudadas.
Hoy nuevamente pretendí comerme al mundo
sin antes saber quien lo habitaba.
Es como si quisiera recorrer el paseo de los tristes
durante una noche colmada de andaluces,
guiris y uno que otro amigo perroflauta
que a lo lejos mi cabeza añora
al no poder cruzar el océano que nos separa.
Para mí la ciudad son sus poemas
y los poetas extranjeros que la han dejado sola.
Cada vez que abre sus puertas al visitante
irónicamente parece mucho más deshabitada,
es la costumbre que se aferra al calendario
de las pocas lunas nocturnas que atraviesan la ventana.
Merezco vivir donde me encuentro ahora
intentando no equivocarme de sentido
aprendiendo a renombrar las palabras en un mismo idioma
celebrando fiestas que me son ajenas
y apilando montañas de folletos y lugares
que poco a poco ya no me saben a nada.
Mañana si es que tengo suerte
quizás regrese a la ciudad inmortal de las postales.
Haré el esfuerzo de llegar con mi cuerpo desarmado
y prometo no comerme los olivos del camino con la mirada.
Pero al llegar a la abadía en la colina
estaré a la espera de cerrar de una vez la fortaleza
hasta quedarme atrapado en sus raíces
sin escapar voluntariamente hasta que el sol arrepentido
decida cegar de una vez por todas
mis ojos llenos de girasoles desahuciados.
Kervin Briceño Álvarez
@prisonerofideas
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