¿To the sky o al cielo?

—El reporte de aquel año indica que, en el casco urbano de Santurce, Puerto Rico, existe una casa que sobrevivió la primera ola y la segunda ola. Todos saben que la primera ola es la del mar de expropiación. De la segunda ola no se comenta mucho. Los boricuas sobrevivientes la llamaban la ola del mar de segundos invasores. Todo comenzó con una promesa, luego se aprobaron unas leyes que hicieron de la isla un paraíso fisc—
—Profe.
—¿Sí?
Cuando se volteó para atender la pregunta de su estudiante, la señora López notó que en su salón había tres militares. La escoltaron. Ella no opuso resistencia.

Todo lo anterior había pasado hace mucho tiempo. Ocurrió de manera distinta. Por ejemplo, lo de la casa ocurriría en el futuro (su actual presente). La señora López se encontraba ya en libertad. Vivía en aquella casa del casco urbano de Santurce donde soñaba con lo mismo noche tras noche. Un salón. El hablar de su casa. La pregunta de la estudiante. Los tres militares. Un camión que la llevaría a la prisión. Un bombardeo. La alarma de su despertador. Su rostro era también distinto. En sus sueños le brillaban las mejillas que ahora creaban dunas pálidas bajo sus ojos. El gris ya le era un color tan familiar que olvidaba el poema que algún amante le escribió sobre sus rizos negros. Antes, podía caminar horas en el parque. Ahora, padecía de agorafobia. La empezó a sentir cuando salió del hospital. Se inventó un nombre para escapar del bullicio, de las balas, del revolú de gases lacrimógenos. Cuando se encontraba a un militar gritaba en inglés. Cuando se encontraba a un encapuchado gritaba en español. Lo había aprendido en un curso corto que tomó de teatro, cuando vio a una madre gritar en alemán en escena para unas cosas, y en otro idioma para otras. Se sintió a salvo cuando llegó a su casa, en el casco urbano de Santurce, y se encerró.

El nacimiento real de su fobia fue a las dos semanas de ese primer momento. Tenía hambre y ya el agua le sabía a cartón. Se vistió y luego se puso un abrigo, por aquello de disimular que no había nacido en Puerto Rico. Luego, caminó hasta el supermercado. Lo primero que la extrañó fueron los nombres de las calles. Lo que antes era la Calle de las Viñas ahora se llamaba Vine’s Street. ¿La Calle de la Virgen del Mar? Ahora Virgin of the Sea Street. ¿La Calle Puerto Pesquero? Fishing Port Street. Por último, con un espanto atroz en su memoria, la Calle El Árbol… haga usted la traducción.

El temblor que le dio leer esos nombres, aunque sabía inglés, la hicieron marearse un poco. Miraba las letras, pero no las veía. El espejismo continuó cuando llegó al Supermarket Loiza’s Square y sintió tanto frío que agradeció haber traído el abrigo. Aunque, claro, el frío no provenía de afuera, sino de adentro. Sus huesos se estaban congelando poco a poco. Ante cada paso hacia el supermercado sabía que estaba entrando a otro mundo. Había demasiado pelo rubio. Demasiados ojos azules. Demasiados espikin espikin con mucho ha-ha-ha con “h” en vez de “j”.

Cuando por fin su cuerpo llegó a las puertas automáticas y una voz robótica (o que parecía robótica) le dio el Welcome to… comenzó a gritar. No había plátanos, sino plantains. No había sofrito, sin sauté. Tampoco había adobo, todo era marinade. Todo lo que la gente de The Citadel recordarían eran haber visto a una mujer screaming, screaming like a crazy cow hit by a truck on the I-65! (“¡gritando, gritando como una vaca loca que fue atropellada por un camión en la 165!”). Al menos, así también salió en el newsreport del The New Day al otro día. Si todo esto paso hace mucho tiempo, la señora López suponía que ahora estaría peor. De ahí la fuente de su agorafobia. Sobrevivía gracias a su vecino, William (quien antes se llamaba Guillermo) quien de manera fiel le hacía su compra cada dos semanas. Se conocían desde chiquitos, cuando aún se jugaba en la calle y no en las tabletas.

Al dejar atrás su pesadilla habitual escuchó los cantazos en la puerta de entrada. Todavía estaba en su cama, pero sabía que era William. Ambos habían creado un código secreto para esos momentos de delivery. Cuando llegó a la puerta no la abrió completa. Era curiosa la imagen: la casa de la señora López en el casco urbano de Santurce, Puerto Rico, era la única casa de un solo nivel. A sus laterales crecían rascacielos que se perdían entre las nubes. William siempre pensó que aquella casa era como un grano de arena puesto al lado de dos libras de pan. Ese pensamiento lo tenía en su mente porque recordaba a su papá y a su panadería; nunca se atrevería a decirlo en voz alta por temor a las promesas. En fin, era curiosa la imagen, porque era una casa casi invisible ante todo el resplandor de los cristales de los rascacielos. Tal vez así fue como sobrevivió al mar de segundos invasores.
—Señora López, buenos días.
El español de William cambiaba con el tiempo.
—Hola Guillo, buenos días. ¿Había aguacates?
—Ay no, señora López, no. No están en temporada.
Los aguacates, en realidad, parecían ya huevos prehistóricos. Un elemento extinto, algo de museos.
—Ay que pena. Un arroz con gandules con aguacates siempre viene bien.
—Eso es así señora López, eso es así. Pero bueno, le traje su comprita y un regalito.
—¿Ajá? No me vengas a traer cosas así raras.
—No señora, ¿cómo va a ser? Es un rompecabezas para que se entretenga.
Le dio las gracias a William y comenzó a guardar la compra.
Cuando terminó le echó un ojo a su regalo. En efecto era un rompecabezas y eso la alivió. Aún más cuando se percató que en su diseño estaba la isla de Puerto Rico. No pensó en él hasta que llegó la hora del café. Tomó la caja en sus manos, y casi vomitó. Sin percatarse la había tomado al revés. Esto creó un efecto alucinógeno. Todo el exterior que se percibía por su ventana comenzó a dar vueltas. Vueltas y vueltas hasta detenerse en seco. El efecto no aparentaba afectar aquella casa en el casco urbano de Santurce, y lo supo, porque cuando se acercó a la ventana lo que vio fue una lluvia. Al mirar hacia abajo solo veía nubes y una terrible inmensidad de azul. Cuando miró hacia arriba lo que vio fue los rascacielos, torres, cilindros, y las columnas gigantes de aquellos edificios invasores saliendo de Puerto Rico como espinas. De esas espinas llovía gente, y todos gritaban en inglés o en jerigonza. ¿Hacía dónde caían en realidad, to the sky o al cielo? Nunca lo supo, porque algo le decía que no debería enderezar aquella caja entre sus manos. Sobre todo, porque ahora sí tenía mucho más miedo de salir de allí.

Irving Saúl
irvingsaul.com
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Publicado por Letras & Poesía

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