Qué rebelde.
Qué retobado.
Qué majareta.
Se escapó otra vez. Otra de sus travesuras. Se escurrió por esas calles. Esas que todos le dicen que son un peligro. Se metió en un antro. Ni se imaginaba lo que era eso. Se le antojó divertido. Lleno de humo y vasos de colores.
Él veía tipos que tomaban y jugaban a las cartas. Igual que su tío. Igual que sus primos. Él veía otros escolares de su edad, también escapados en travesuras. No hacían nada raro, no se portaban mal. Miraban, charlaban, reían, chocaban las manos. Con los tipos también. Se hizo amigos ahí. Todos fascinados con lo que sabía. Lo que contaba. Lo que inventaba.
Hasta que un día la vio acodada en el mostrador. Todos la saludaban. Ella les devolvía el saludo con un ojear que apenaba. Casi ni alzaba la mirada.
Sí. Era ella.
No cabía duda.
Mameta.
La nodriza que de chico lo había amamantado. La que ahora lloraba a su hijo perdido.
Desangelada.
Desgraciada.
Desastrada.

Fabio Descalzi
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