Que la luna nos proteja de este frío

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Hubo una vez cuando la vida no dolía. La gente no desaparecía sin dejar rastro y el futuro ofrecía promesas en lugar de desengaños. Lo llamaré juventud, inocencia, salud. Ahora entiendo que la vida está hecha de pérdidas, algunas más dolorosas que otras, pero todas punzantes y con potencial para desgarrar el corazón. Dicen que lo que causa sufrimiento no son las cosas que nos suceden sino la manera en que las interpretamos. Si aceptamos y comprendemos las despedidas como parte del proceso de vivir, el dolor se va disolviendo naturalmente. Así dicho, parece fácil. Supongo que lo es más cuando esta filosofía se aplica a pérdidas menores y no cuando todo el mundo parece haberse desmoronado. Familia, amistades, pareja, trabajo, amor propio.

Ahora que rondo los setenta y que tengo todo el tiempo libre del mundo, por fin puedo detenerme a procesar los recuerdos que se amontonan y se baten con furia en el interior de mi cabeza. Me veo en la triste obligación de admitir que dudo acerca de la veracidad de muchos de ellos. De los únicos que estoy realmente segura son de los recuerdos que evocan los momentos de felicidad con Moussa. Extraño aquellas tardes lluviosas en que nos quedábamos hablando y jugando en nuestro pequeño piso de la calle del Olmo, en el multicultural barrio de Lavapiés. A veces nos tumbábamos en el suelo, sobre la alfombra, con los cuerpos pegados y la mirada fija en el techo. Hablábamos de los viajes que haríamos. De la casa que compraríamos en el campo. De los hijos que queríamos tener. Hablábamos del mundo como si quisiéramos comérnoslo de un bocado.

Él era negro como la noche y yo pálida como la clara de un huevo. Nos queríamos. Nunca llegué a visitar el país del que procedían sus padres, pero pude sentir su magia a través de las historias que él me contaba. «Lo llaman el país de un millón de poetas» me decía, «pero para mí siempre será el país de las mil lunas». Se entretenía contándome historias que acontecían en su tierra bajo la luz de lunas de diferentes colores. Algunas eran rojo carmesí, otras naranja melocotón, las más terribles gris volcánico. Él había vivido casi toda su vida con sus padres en el sur de España, pero había viajado varias veces a Mauritania para conocer a su familia. «No hay nada más mágico que acampar en el desierto. Compartes pan y leche de camello con tus acompañantes. Enciendes un fuego sobre la arena cuyas chispas encienden la noche más oscura. Asciendes una de las dunas más altas hasta dejar atrás el llanto de los coyotes. Y cuando la khaima en la que duermes apenas es una sombra imperceptible, levantas la mirada hacia el cielo. Rodeando a una luna de caramelo se pueden observar cientos de millones de estrellas. Tan brillantes y numerosas que uno se siente pequeño y enorme al mismo tiempo. Las estrellas huelen a esperanza. Aunque es la luna quien realmente nos protege del frío».

Laura Carrillo Palacios
@laia_bonheur
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Publicado por Letras & Poesía

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