A mi nona se le rebalsaba el mijo por los bolsillos. Metía su mano con brusquedad, sacaba un puñado y movía sus dedos como abriendo un abanico, tirando el mijo como una lluvia naranja de felicidad. Yo siempre le decía que estaba desperdiciando alimento, que se caía y lo pisábamos, que quedaba un caminito de mijo detrás de ella.
—Es para que me sigan las gallinas, estúpida, para que no se queden haraganeando lejos.
El estúpida lo decía con cariño, aunque muchas veces me lo creí y actué en consecuencia. Esa rutina pasaba todos los días a las 6 de la mañana. En ese momento creía que era un castigo pasar mis vacaciones trabajando en el tambo, levantándome antes que el amanecer, rogando para que ese día se olvidaran de ordeñar las vacas, de recoger los huevos, de perseguir a los conejos que se habían escapado durante la noche. Hoy me acuerdo con una nostalgia que raya en el dolor.
Incontables veces me han preguntado si hablaba italiano. No. Mi nona no me hizo amar su país. Italia era una historia de terror que contaba a todos los nietos cuando nos portábamos mal. Si íbamos a Italia nos quedaríamos sin comida y nuestras costillas se marcarían contra nuestras camisetas blancas. Nos desmayaríamos cerca de los animales y correríamos el riesgo de que los pavos, las gallinas y los patos nos comieran los ojos. Esos animales amaban los ojos de los niños desobedientes.
Sin embargo, y de alguna manera, la traicioné. Me vine a vivir a Calabria en un intento de reconstruirme, de entender de donde había salido. Me di cuenta tarde que no necesitaba moverme para entender eso, lo que sí necesitaba era mirar hacia dentro. El teléfono sonó en la mañana en la que decidí que tenía que volver. Miré mi móvil con el corazón acelerado, porque en Argentina era de madrugada.
Cuando mi mamá habló se creó un vacío: no me acuerdo bien en qué momento cortamos la comunicación, cuándo dejé el teléfono en la cama y cómo elegí la ropa para vestirme de luto.
Los pantalones negros me apretaban y picaban, y el cuello de tortuga del único suéter oscuro que tenía, me estaba asfixiando. Levanté mi taza de café hacia la cámara de mi portátil a modo de brindis. Casi me reí por la ridiculez del momento. Casi me reí para no llorar. ⠀
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Salí al balcón, apoyé mis manos sobre la baranda de metal y respiré el aire frío de un invierno que ya tenía las horas contadas. El sol pálido no quemaba, pero calentaba lo necesario. ⠀
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Se empezó a escuchar una canción triste y, no fui realmente yo, fue mi cara la que se contrajo en un sollozo apretado y silencioso. Las mujeres de mi familia no lloraban. Podían caer bombas, podían dejarnos, traicionarnos, encerrarnos, que ni siquiera brillarían nuestros ojos con lágrimas no derramadas. ⠀
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Respiré profundamente tres veces y volví a entrar. Cerré los ojos mientras escuchaba la voz de un cura que entendía de tecnología. El velorio seguía a través de Zoom y sabía que estaban conectados mis hermanos, mis primos y algunos tíos que no sabían cómo silenciar los micrófonos. ⠀
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Y esa había sido la vida de mi nona, pensé. Irse a un país extraño del que le habían hablado falsas maravillas, casada con alguien que apenas conocía… Toda esa vida llena de peligro, humillaciones, sacrificio y pérdida, se había acabado. Una vida sin un respiro de paz. Una vida que nunca le permitió cerrar los ojos y dar vueltas en el lugar, los brazos en alto, la sonrisa en el rostro, la tierra en la que uno nace, bajo sus pies.

Sanna Liemis
@sannaliemis
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