6 minutos

La religión de las apariencias

Lo curioso de mi madre era que sabía mantener las apariencias hasta en los momentos más duros. Esa mujer tenía un arte para pegarme con el cinturón justo detrás de las rodillas y, a los cinco minutos siguientes, sonreír plácidamente si alguien venía de visita a la casa. Me costaba forzar una sonrisa y, cuando lo conseguía, aún cargaba las estelas de lágrimas secas y moco residual. Ella, por su parte, tenía una preciosa sonrisa plastificada y un pelo lustroso al servir la bandeja de café a las mismas mujeres que sabía la criticaban por la forma de arreglar la casa, lo que servía para comer de aperitivo o por cómo vestíamos mi padre y yo. Esa habilidad camaleónica, con los años, cayó en la frontera entre la admiración y el asco, bailando entre ambos según mis sentimientos hacia ella. 

También hay que admitir que es difícil distinguir ese rasgo como algo positivo cuando se llevan las gafas de hija. Después de todo, sus hermanas también tenían esa voz de trueno que alcanzaba todos los rincones de cualquier espacio y esa carcajada que sacude los cimientos de la casa y del sueño en gestación. Aún así, ellas olían a chocolate caliente, perfume y carro nuevo, mientras las manos de mi madre cargaban el aroma de mi piel sudada, goma de chancla y el cuero de la correa de mi padre. Los años fueron añadiendo olores a sus manos: alisado para niñas, polvos translúcidos y el residuo blanco de las pastillas antidepresivas que tanto me costaba tragar. Olores que solo eran perceptible a mi nariz; irónicamente, esos que pensaba juzgaban sus pasos, ni se enteraban de lo que había tras las cortinas. No eran capaces de tenerle pena, porque no veían lo que entendí con la edad y aquella maldita noche de abril. 

Nunca había tenido una cita oficial, esta era lo más cercana a una. Adrián y yo nos conocimos en la universidad. Ya me había invitado a su cumpleaños y más de una vez compartimos tardes juntos debatiendo cómo resolver ecuaciones diferenciales, pero hasta ahora nunca me había dicho de ir solos al cine. Mi madre no pudo evitar meterse y yo no pude evitar dejarla. Eligió el atuendo, me prestó su colonia y le faltaron segundos para pintarme los labios si no hubiese sido por mis reiteradas negativas. Aunque su voz tenía su prototípico tono a ordenanza, sus ojos brillaban con una ilusión especial y algún chispazo de algo desconocido que me revolvía las tripas casi más que los nervios. Mientras me tiraba del pelo para matar lentamente mis rizos, no paraba de darme consejos: “¡Pero sonríe mija! Seguro que a él no le pondrás esa mala cara que me pones a mí”, “ofrécete a pagar, que algunos hombres son tacaños, pero que pague él, déjalo que pague”, “sacúdete las tetas en el brassier que así se ponen en su sitio”, “métete esa camisa dentro”, “¿No te vas a poner unos taconcitos? Te vas a ver más elegante, a los hombres les gusta una mujer estilizada y ese muchacho es muy alto”. Incluso después de sonar el timbre seguía dando consejos, esta vez acercándose más al susurro, como si estos secretos no pudiesen ser escuchados por ningún hombre. Mi padre se limitó a decir lo guapa que estaba y a proferir alguna amenaza contra el chico desde la cama. Adrián me esperaba afuera, con la puerta del carro abierta y la mejor sonrisa para mí y mi madre. Ella también sonreía y le hablaba con la máscara bien puesta, como si no me hubiese dicho nada y como si no estuviera emocionada. Sin embargo, sus ojos brillaban otra vez con esa chispa desconocida. Se me revolvieron las tripas en silencio. 

Arrancamos al cine. Vimos “Los Vengadores”. No pasaron cinco minutos hasta que su mano encontró la mía. Mi madre no me dijo lo claro que se sienten las miradas en la oscuridad. Mi corazón latía como loco, esperando salir de la sala, una luz que me cegara y desmintiese ese momento o lo coronase de veracidad. Luego de la cena y debatir de la película, volvimos a su carro. Estábamos solos en el parking y sentí una vez más esa sensación. Los ojos de mi madre, con ese extraño tinte nuevo, me punzaron la espalda a la distancia ¿Sabes ese vacío estomacal que sientes cuando estás iniciando el descenso en la montaña rusa? Sentí lo mismo, pero sin saber si era bueno o malo. Al entrar en el carro, inició de nuevo el juego de manos, pero sin la oscuridad, nuestros ojos se encontraron irremediablemente.

Me besó. Lo besé. Creo que lo besé ¿Lo besé? La carne de sus labios era dulce y tibia, me hacía fluir la sangre que la depresión había congelado. Vivir, otra vez, qué bonito. Desapareció todo y solo estaban esos labios y ese aliento a menta Halls. De repente su lengua se escabulle en mi boca. Es placentero, pero distinto. Los ojos de mi madre, la lengua. Sus manos dibujan el contorno de mi rostro hasta llegar a mis pechos. Aprieta. Sigue bajando. Mi cuerpo se queda congelado entre el placer incógnito y el miedo. “No te preocupes, soy yo”, me dice, como sabiendo que sus manos me inundan la cabeza de amnesia, mientras se acerca a ese sitio desconocido para mí, no tocado, marcado de tabú. No quiero, claro que no quiero, pero ella me dijo que lo complaciera. Entonces vuelvo a sentir ese brillo extraño en los ojos de mi madre, cada vez más sombrío a medida que el frío del aire acondicionado y su ser agitado reemplaza la ropa que mi madre había lavado y planchado, ahora arrugada en el fondo del asiento. 

Llegamos media hora antes de la medianoche, tal y como mis padres le habían pedido. Sin pronunciar palabra, me agarró la nuca y me implantó otro beso, con una sonrisa de niño inocente y complacido que acaba de tomarse un polo refrescante. Bajo del carro y toco el timbre (aún no tenía llaves, porque a pesar de todo seguía siendo una niña para mis padres). La rabia fluía en mi cuerpo, el asco hacia ella por su insistencia en ser buena, en ser complaciente y sus lecciones de cómo usar esa máscara que ahora apestaba a saliva y leche de hombre. Cuando abrió la puerta, ella sonreía tímidamente, pero su careta estaba rota: dos ríos secos pintaban sus mejillas, un trozo de su rostro moreno se empezaba a pintar de morado. Estaba usando conmigo la sonrisa plástica que usaba con las visitas, pero sus labios temblaban. Creo que ella misma temblaba un poco, pero no estoy segura (aún llevaba ese frío de muerte en el cuerpo). 

—¿Cómo te fue hija? 

—Muy bien mami, pero estoy cansada, me quiero ir a dormir. 

—Ok mija, buenas noches. 

—Buenas noches 

Nos alejamos sin abrazarnos, dándonos la espalda. Ahí aprendí la primera lección sobre cómo mantener aquella curiosa habilidad camaleónica de mi madre y todas las mujeres de mi familia: cuidado con los abrazos sinceros, ellos rompen la fantasía y derraman el mar negro.

Sabrina Feliz
justlittlerandomwritings
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