Se despertó entre papel y tinta. Caía sobre las páginas la saliva que su boca desprendía mientras alzaba la cabeza para contemplar la habitación. Bostezó primero. No veía nada más que lo distante, y lo cercano lo percibía borroso. Se puso los espejuelos. Habían caído al suelo y pudo ver —por fin— el último que contempló. No era uno de sus preferidos. Ni de los más detestados tampoco. Al tenerlo de nuevo en sus manos recordó la página exacta en donde se quedó, y sabía, casi de memoria, lo que pasaría después. Decidió dejarlo en el suelo con todos los demás. Se encontraba entre más de tres mil quinientos treinta y cuatro libros en aquella habitación. Todos amontonados uno encima de otro. Acomodados de modo que siempre hubiese un pequeño camino para entrar y salir. Solo un libro le había hecho sentir la infinidad en su interior. Aunque, desde aquella noche —habiéndolo dejado en un lugar oculto por temor al rapto— no lo había vuelto a ver. Desde entonces leía, pero solo para encontrarlo.
Terminó Las Crónicas de Emiliano Zampar sin ningún resultado. Encontraba al personaje del Coronel Zampar un poco aburrido y demasiado irreal. El libro que buscaba lo protagonizaba todo un ser ejemplar y, aunque heróico, era común. Lo pensaba así, aun cuando no recordaba ni su nombre. Viajó a los mundos de Zájir y El Español pensando que la épica sería el resultado. Pero no recordó fantasía en lo ordinario de aquel relato, y por eso lo descartó de inmediato al percatarse de que el león de Zájir hablaba. Pensó incluso que en Mr. John & The Case of The Red Dollhouse: La Mort dans la Rue 15 estaba lo que buscaba. Pero no. Aquel libro no era un misterio, aunque lo era, y lo que se desenvolvía tras cada página era la verdad de la propia mentira viviente de Mr. John, el asesino intentando ser su propio detective. De igual modo, no sabía leer ni inglés ni francés, y cuando se percató que solo ojeaba letra tras letra sin ninguna voz en su interior que procesara las palabras y que… bueno, se detuvo. Ya leídos más de setecientos cuarenta y dos libros llegó a la conclusión de que era imposible encontrar el que buscaba. Se rindió al cansancio y al sueño.
La rutina era la misma la mañana siguiente. Solo que, cuando se puso los anteojos se dio cuenta de un dato curioso: estaban sucios. Los limpió con su camisa, pues no había encontrado el paño que siempre guardaba en su bolsillo para tal propósito. Al terminar continúo la búsqueda. Ese día tuvo mejores resultados. Leyó La flor en su jardín y casi sintió que se desprendía del mundo entre jardines flotantes, y pudo sentir (o ver) un leve recuerdo del libro que buscaba. Ya sabía el tamaño y el color, al menos. Por eso, cuando terminó de leer la muerte de las gemelas Riedell en el jardín de Miss Eloise, recordó el título del libro que buscaba: Flores de septiembre.
Sí. Claro. Era Flores de septiembre. Un libro que había ojeado varias veces sin ningún interés particular de leerlo porque pensaba que un nombre tan sencillo no ameritaba sus ojos. ¿Cómo pudo olvidar que era en esencia la sencillez de las palabras de su autor lo que lo hipnotizó por vez primera? La locura que lo dominó en su nueva búsqueda ahora contrastaba con la inmensidad de sus intenciones anteriores. Necesitaba ese libro. Necesitaba saber reconocer la infinidad de nuevo.
Lo percibió en lo más alto de una montaña compuesta de fábulas. Comenzó a escalarla sin respeto alguno. Aquellos libros que antes dominaban sus noches y sueños le importaban poco. La sección que continuaba, y que sus manos y pies destrozaban, se reveló ante su nuevo amo como lo había hecho la noche en que la envidia lo destrozó. Se volvió imposible escalar con calma. Los libros usurparon al lector.
Fue inevitable la caída.
Llovían libros celosos a su alrededor. Le reclamaban justicia con un sinsabor dejado atrás por sus pupilas de indiferencia. De libros, ahora eran tambores y ecos continuos en una orquesta sin fin.
Hasta que escampó.
Su cuerpo quedó intacto de lecciones, y comenzó a reírse. Había ganado el intento inutil de destronarlo. Buscó en el suelo sus espejuelos y sintió un incar incómodo. Sus espejuelos terminaron como pequeños cristales en el suelo. La primera gota de sangre bajaba por uno de estos triángulos diminutos. El camino por donde era permitido entrar y salir de la habitación ahora estaba cubierto por una montaña de tres mil quinientos treinta y cuatro libros. No había escapatoria, y lo más horrible del caso es que estaba a solo tres pasos de Flores de septiembre y —aunque podía tenerlo en sus manos— nunca volvería a leerlo.

Irving Saúl
irvingsaul.com
Leer sus escritos
Deja una respuesta