Tierras lejanas

Riadas de besos corren bajo tus montes
y un venado de caricias, tímidamente,
vierte sus amorosos ojos en el mundo.

Cabalgando claros cielos ciego céfiro
con sus besos a un mar de manos entrelazadas irá a caer
cruzando curvas colinas con corazón cálido
en tu meloso y liviano acuífero de mujer.

Ya despunta la cálida aurora;
Eos de dedos rosados viene a fundar
tesoros de rocío sobre el mundo derramados
y de plata de río y de Luna las noches un collar.

Un sudario de puñaladas dulces
cubre las planicies heridas de riachuelos
y, bajo todo ello —el vientre palpitante y cálido—,
sostienes los barbechos de tus muslos
crecientes hasta el cielo.

¡Oh, palpitante es tu tarde ensangrentada
que tiñe de enamoradas salivas la ribera!,
y sosteniendo —Atlas niño y temeroso— el cariño oloroso de la grama,
agitada y humana, tu maternal piedra primera.

Desnuda, dormida, diría
que al filo del mar irás a expirar
después de delicados días;
y veré a los torpes albatros,
cincelando en los aires figuras y trazos,
robarte tu voz sonrojada al graznar.

¡Oh, bucólicos, perdidos dioses de las músicas, sedme propicios!
Sembrad nuestros labios y cabelleras con
deseada dulce droga de vuestros áureos rizos.
Sé que entre estas sábanas aún resiste vuestro aliento,
ya sin nombre en tantos lugares;
como del tirado atravesado toro último mugiente intento,
alzando terribles astas y agonizantes costillares.

Un hachazo anidaba sobre mi espalda doblada por el yugo de las noches cavilantes
y abrazaban mi melena sibilinas canas
que, con trémulas manos —vetusto curvo tronco y caídas ramas—,
mis entrañas repartían y festejaban
dentudas melancolías acechantes.

Pero llegó montado en los besos y las dentelladas
guitarra herida a vida y sobre su llaga vertida
tormento mordiente y lento de caricias saladas.

Rompió la noche fría sobre mi cuarto labrada
y en el viejo demonio vi aún resplandecer una antigua ambición
que escondía la solitaria tristeza del que ya no tiene nada.