Entre las espinas he abierto caminos,
fui creando un laberinto entre las matas
que solo aquel que se pierda
será digno de hallar la salida.
Cuánto sendero acumulan mis botas.
De pronto, izo un machete,
como una vela
que se vuelve guillotina,
ante tantos ojos;
entre la fronda que me acurruca,
seduciendo al filo de mis manos.
En esta orquesta salvaje
de trinos,
cantos
y zumbidos,
hay un ruido que lascera
esta sinfonía silvestre,
este concierto que envuelve
a todas las bestias.
Braman.
Braman aquellos dientes,
metálicos, que rasgan.
Que rasgan lo verde, lo sésil,
lo que es amarronado.
Aquellos dientes,
continúan rasgando
ceniza, pulpa, cáscara;
sangre, raíz, pluma.
Arrullan
las urpilas,
chirrían
los coyuyos
punzando las entrañas del monte.
Un dios overo cae ante frío punzante
de una bestia lampiña
que ha sido conjurada
a protegerlo.
¿Hay latido en el plomo,
que cae enrojecido?
Las venas abiertas que me llaman
casi que braman mudas.
Si muere el dios,
muere la selva
la yunga
el matorral.
Cantarán en redor los teros,
abrirán los carroñeros un festín doloso.
La muerte desatará una bandada
y se ahogará desde la bruma y la raíz,
un rugido que estremece a cualquier espanto.
Las entrañas oscuras me musitan,
y la quietud prístina se desmorona
cuando el légamo, me clama venganza.
Las plegarias se me salen
como a borbotones,
pero no alcanzan para remendar
la ofensa al monte.
Natura sabrá plañir
el óbito sañoso del uturungu,
y oirá el hombre la voz como un susurro
que lo perseguirá haciendo mella a su sueño:
Cay suyuiy kan
Yaya sachamanta kani.
Este es mi imperio,
yo soy el Dios del monte.
Desde donde se pierde
la huella devastadora del hombre,
hasta la última espina de vinal sangrante.

Andrés Torres Acuña
@andy.acunha
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