La brisa empujaba su pelo hacia adelante, rozándole suavemente la nuca como si la intentara acariciar.
Sus ojos lagrimeaban sin razón aparente y el silencio era el rey de la oscuridad, pero no era ese silencio incómodo y desesperante, era un silencio místico que formaba su orquesta con el leve susurro de las olas del mar.
No había luna esa noche, el astro espejo se había escondido tras los nubarrones que amenazaban con descargar litros de agua sobre un malecón ya maltrecho por el huracán que pasó días atrás.
Las estrellas no se veían, las luces de la ciudad no las dejaban resplandecer, lo único interesante que quedaba para ella esa noche era él.
Él, que formaba una muralla entre ella y el borde las aguas, evitando que un arrebato el mar celoso se la pudiera robar. Él, que había estado con ella en buenas y malas y le había enseñado a vivir dando un paso a la vez.
Ella lo miró fijamente por un momento y luego se hundió en su pecho como una niña pequeña cuando busca protección, lo rodeó con sus brazos, que temblaban de nerviosismo y lo abrazó.
Él no pudo evitar sonreír y le acarició la cabeza, llevó sus manos hasta la barbilla de ella y la levantó obligándola a verle a los ojos.
Ella sonrió de medio lado y los hoyuelos de las mejillas se le hundieron, el se acercó y la besó lentamente en la frente y luego en los labios.
Ese beso tierno se fue tiñendo de pasión y poco a poco la brisa que zumbaba en sus oídos dejó de escucharse, todo lo que sentían era sus cuerpos conectándose, sus lenguas chocando dentro de sus bocas hambrientas de amor.
Una leve llovizna cayó sobre ellos sacándolos de su burbuja. Ambos corrieron al auto y se despidieron del mar, él con una sonrisa y ella con el corazón, un corazón que recién había rescatado de las olas un corazón que comenzaba de nuevo a respirar fuera del agua.
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