Insonorizar

Lágrimas que resbalan por las mejillas de quien, al fin, ha podido partir.

Notas de una melodía lejana, casi ajena. Que nubla y distorsiona la realidad que, en su momento, tenías tan clara.

Los barcos zarpan, los pájaros se emancipan de las ramas que albergaron sus nidos. Todo queda en calma.

Todo menos tú.

Eso que tienes dentro no abandona y se presenta como un león rugiendo a tus entrañas, que aún siguen convalecientes ante tanto golpe (no precisamente con los puños). Y tú, inmóvil, rompes la calma ambiental en un grito ensordecedor.

Que llame la atención, que provoque un cambio en la gente que te rodea. Pero nada de eso sucede. Sus oídos a prueba de empatía no te perciben.

Ahora es cuando te das cuenta de que, aún terminado todo, sigues en esta pecera que te aísla, que te envenena. Inquebrantable. Y ahí se avecina la certeza. La innegable.

Estás atrapada.

Hablaría de llaves con las que abrir, saltos con los que intentar salir, pero en vano quedaría el intento. Porque lo que ves es una puerta hacia un abismo mayor que ese en el que ya estás inmersa.

A veces, cuando se vive una situación traumática, no se es consciente de su final porque ni siquiera aceptas lo sucedido. Te suena a sueño del que, de golpe, despiertas. Y te paralizas.

Y estás harta de escuchar que estés contenta, que todo ha terminado, que ya fue y te queda mucho por vivir. Pero no, no todo se fue, no ha terminado.

Esto no ha hecho más que empezar…

Así es que hoy te digo: no juzgues. Solo cada quien sabe las batallas que está luchando… o quizá ni eso. Y deja de insonorizar tu vida ante los gritos de auxilio.

Puede que algún día tú necesites que te escuchen.