Estático, inmóvil,
con los ojos en blanco,
apático, y dócil,
en la sombra del duelo,
inconsciente y atrapado,
durmiendo despierto,
en el coma varado,
con los párpados de acero,
a la frente grapados,
en la niebla de un pobre sueño.
Desperté como siempre, con la mente apagada, minutos de malestar, párpados pesados, autoestima sucia y la inspiración vacía. Las cortinas opacaban la luz natural y mi cama parecía un ataúd matutino con aura de funeral anunciado. El catarro de pensamientos bruscos empezó a abrir el paso a la resaca emocional que se queda a dormir por varias madrugadas y no tiene remedio. No sé qué tanto cueste la alegría, pero ahora la siento como un lujo innecesario que no puedo costear.
La luz que se filtra a duras penas
por las rendijas de las cortinas
anuncia un nuevo día de mierda
mientras me arrastro por las esquinas
buscando motivos que se queman
cual maleza en desesperada huida,
deambulo ante la luz de la hoguera,
medito sentidos de la vida
que hasta ahora he tenido y que me espera,
que hasta ahora he querido y no me anima.
No fui a trabajar y me pasé deambulando todo el día. Caminé por calles inexploradas hasta perderme en una parte desconocida de la ciudad y encontré una cafetería que me llamó la atención, como no tenía certeza de lo que estaba haciendo, decidí entrar. Miré su menú y no encontré nada interesante, así que me pedí un café que se terminó en cinco minutos porque me lo habían servido tibio. La actitud de la camarera era deplorable. No quise pagar el servicio y aproveché una distracción del personal para irme de la misma manera en la que había entrado: invisible y veloz como un fantasma. Comprobé que nada me emociona, ni siquiera una miserable experiencia de robo sin víctima. Ya no veo luces ni colores, las horas se me diluyen como agua de caño y mi corazón palpita en modo automático. No sé qué hacer.
Deambulo junto a los demás fantasmas
por este erial laberíntico de almas,
la diferencia es que a mí no me engañan,
no hay productos que te añadan las ganas,
no hay fiestas que te suban la confianza,
no hay personas que sin más nada se abran,
ni sensación que avive la esperanza,
solo hay ese reducto que no se apaga,
la llama que brota y no se amilana,
esa duda curiosa que te salva
cuando inquiere “qué pasará mañana”,
pero ante otras dudas mejor te callas,
y aunque aquella es hija de tus agallas,
no sabes por cuánto tiempo te aguanta.
Ya en la noche, volví a casa con la premisa de la incertidumbre escrita en toda mi psique ardiendo por dentro. El silencio era absoluto. Me quedé sentado, absolutamente inmóvil y mirando al vacío, centrado en la idea de que esto tenía que acabar. Nunca antes había contemplado al suicidio como una opción, pero parecía que no tenía mucho de donde escoger. Busqué la manera hasta encontrar un líquido fulminante para mi cuerpo, analicé los pros, los contras y las consecuencias de mi decisión. Volví a sentarme con el vaso en mano y simplemente cerré los ojos. Como antes, todo era oscuridad.
A punto de hundirme en la laguna Estigia,
abro los ojos al temblor de los párpados,
la mano se estremece con la caricia
del cristal que flota cual liviano pájaro,
no estoy seguro merced a este tiricia
de dar el paso, de huir como un pobre vástago
o de saborear la última delicia,
quién dice qué es valiente, qué ser zángano,
si afrontar la muerte cual firme injusticia,
si afrontar la vida por sembrar un páramo.
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