El coronel Aureliano Buendía apartó de un manotazo la manta que le cubría hasta la cintura dejando a la vista el dolor fantasma de sus muñones.
Gabriel, maldito por el remordimiento, abandonó el ángulo de la habitación en el que permaneciera y avanzó, encogido, hacia el militar. Éste, al sentirlo, lo encañonó con la mirada. Mario, desde su escritorio, observaba divertido. A Gabriel, que estaba clavado en el sitio, le ardió en la piel el fuego de su sonrisa burlona.
—¿Puedo servirle en algo, coronel?— preguntó Mario por encima del hombro de Gabriel.
—Sí— respondió Aureliano Buendía masticando las palabras—. Escríbame un par de piernas y máteme a ese cabrón.

David Pulido Suárez
@davidps81
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