Antes de que el viento cambiara abruptamente su dirección Cerbero se levantó y en dos zancadas se metió en la cocina por el hueco de la puerta entornada. Poco después las plantas y las hojas del laurel de Indias del patio comenzaron a estremecerse. Las ya caídas, secas y crujientes, se amontonaron contra la pared, bajo los arcos, como buscando refugio. Todo se ennegreció. Las primeras gotas, gordas y sonoras, no tardaron en ser seguidas por el resto, más finas pero más abundantes, hasta convertir la llovizna en un chaparrón.
Arriba, en el cuarto del niño, por entre las cortinas de la ventana en cuyos cristales súbitas ráfagas de lluvia tamborileaban como cientos de dedos diminutos, se escurría la penumbra.
Sobre la mesa de noche había un vaso de agua vacío y una vela a medio consumir en su palmatoria. Su luz era la única que soportaban aquellos febriles ojos. Frágilmente iluminado el rostro se adivinaba al niño dormitando en la cama, que había crecido a su alrededor. La cabeza -parecía un terrón de azúcar a punto de deshacerse- sobresalía por encima de las sábanas bajo las cuales el cuerpo latía aún. La madre, encogida al borde del lecho, menguaba o surgía de la sombra a capricho de un viento ululante que estremecía la llama y que nadie sabía por dónde entraba. También junto al lecho, en pie, con los brazos cruzados, se distinguía la silueta del padre. El médico, apenas un perfil flotante junto a la ventana, esperaba el efecto del último remedio aplicado al enfermo. Llenaba la estancia un pesado olor a cera que ya ni siquiera se iba cuando abrían las ventanas aprovechando los baños curativos del niño. Los juguetes, inertes, se apelotonaban en la oscuridad.
En el corredor tres ancianas hilaban.
La puerta de la cocina, a veces, batía ruidosa. Algunas hojas mojadas se habían colado por ella. Cerbero, desde lo más profundo de la casa, aullaba.

David Pulido Suárez
@davidps81
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