Quizás se llamaba Brenda. Lo cierto es que, todo el brillo de la juventud de sus ojos se lo había robado su frente, siempre húmeda, agazapada tras el mostrador para palmear tortillas de maíz día tras día en la monotonía de ese pueblo vacío. Bajo sus largas pestañas caídas asomaban dos supernovas que nacieron en la nada y vivieron siempre muertas, emitiendo hacia el presente los vestigios de una explosión constante de tristeza y desesperanza.
En Jocoaitique, su universo, orbitaba alrededor de la plaza el pequeño restaurante junto a la iglesia, el hotel, la policía, la escultura de un imponente guerrillero del FMLN y un cartel de asistencia legal migratoria en la esquina. Desde mucho antes de que los hombres de Morazán comenzaran a mojarse la vida en el Río Grande, las supernovas de Brenda miraban hervir las ollas de frijoles negros mientras permanecía atrapada en ese ‘destino por cárcel’ que maldice con la marca de Caín a las hijas y nietas de las guerras civiles. Y tras la muerte, la tortura, las desapariciones y los combates que precedieron el tiempo en la tierra del cuerpo de Brenda, por alguna razón, ya no hubo un mundo para la gente como ella. La expansión del Universo cesaba su infinitud en los ojos tristes de aquella muchacha.
La ruta hacia Estados Unidos no era una opción. Le daba miedo. Y allá estaba su madre, que la había abandonado. Tal vez eso le daba aún más pavor. Pero la idea de emigrar a España no cesaba de rondar su pensamiento en las meditaciones inducidas por el palmeo de tortillas. A lo mejor no puede arrepentirse de su vida quien no ha tenido opciones para tener otra diferente. O por lo menos, ese era el mensaje que llegaba de sus supernovas y no hacía falta telescopio para apreciarlo con claridad. Por tres dólares Brenda satisfacía los estómagos de los viajeros y, a cambio, se sentaba en la otra mesa para saciar su curiosidad. De su boca solo salían por qués, cómos, cuántos y cuándos. Quería saberlo todo sobre España y sus entrevistas arrinconaban contra sus propios privilegios a los escasos turistas que pasaban por ahí.
Brenda no tenía nada, tan solo 28 años, dos hijos pequeños y una tenue sonrisa. No tenía ni tan siquiera un nombre, porque quizás tampoco se llame Brenda y no puede existir aquello que es innominable. Pero Brenda no era ficción, sino simplemente la historia de un nadie más en Centroamérica; una biografía sin importancia. Y, aun así, quien vaya a Jocoaitique podrá reconocerla enseguida y comprobará que aquí no se dicen mentiras, porque es el único restaurante en el mundo en el que el abismo se sienta a observar a sus comensales en búsqueda de un futuro mejor.

Sol Acuña
@laultramarina
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