Recuerdo verte en aquel bar,
entraste con prisa,
directa a la barra,
yo andaba sentado,
como cada día,
bajo la ventana
en la mesa más queda
y lejana, esperando,
Dios sabe qué acasos.
Tu pelo mojado,
color aguacero,
pediste tostada
de aceite y café
cortado, miraste
la hora de reojo
en el sucio reloj
que a una botella
de anís alguien hubo,
sin miedo, apoyado.
Alzaste la vista
al techo y giraste
tu cuello hacia un lado,
y entonces tus ojos,
durante un segundo
cruzaron mi esquina,
y supe que eras
la mujer de mi vida.
Supe que una tarde
en Cabo San Vicente,
yo te pediría
casarte conmigo,
tendríamos dos hijas:
Alicia y Julieta,
una lloraría
al tocar su violín,
la otra querría
acertar los giros
de las golondrinas
volando en la tarde,
supe que habría
colgado un Mark Ryden
falso en el salón
de nuestro hogar
de 90 metros
cuadrados, que todos
los últimos jueves
del mes cenarías
con tu única hermana
en el Pulcinella
de Chueca, tendrías
dolor de cabeza
los días de lluvia,
que nunca querrías
haber regresado
de nuestro segundo
viaje a Estocolmo,
que casi nos toca,
una Navidad,
la cesta del súper
en el que un cajero
llamado Ildefonso
me confesaría
que nunca vio el mar,
supe que una noche,
a las 11 y 11,
yo me moriría
asido a tus manos
y apenas dos años,
más tarde tú harías
por irme a buscar.
Sí,
recuerdo verte en aquel bar,
y entonces pediste
la cuenta, dejaste
algo de propina,
le diste las gracias
a aquel camarero,
lanzaste un «buen día»
al aire, cerraste
la puerta al salir
y nunca, ya nunca,
salvo en mi recuerdo,
a verte volví.

Antonio Ríos
@antoniorios.poesia
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Dan como ganas de llorar…
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