Visita a Assam-egessh

Ya con los huesos derramados sobre los campos abochornados, al filo del mundo se desvanece Assam-egessh. Recuerdo llegar en el oscilante navío. El sol caía a espadazos sobre la piel. El océano, caliente brebaje de tonos azul turquesa y espumas, estaba calmo. Una sinfonía de gaviotas picoteaba el mundo. Ante nosotros, las murallas nunca conquistadas exhibían en sus bajorrelieves, en sus bustos y estatuas, las mil matriarcas que habían sometido a todos los pueblos. Multitud de gentes se arremolinaban en los mercados situados en los extramuros. Por las aguas vimos a una aves color verde brillante, similares a cisnes, con picos dorados y ojos rojos –¡en ellos creí adivinar corazones de poesía palpitante!–, que buceaban buscando peces, o bien dormitaban dejándose llevar por la corriente. Los farolillos, tendidos entre los tejados, adornaban con sus sangres la tarde. Sobre las aguas el cielo hacia el amor con la tierra. El paisaje de las góndolas perezosas fluía.

Replegamos las velas y atracamos atando el barco a un poste de madera. Tendimos una tabla y así cruzamos. Las primeras calles de piedra estaban abarrotadas de tenderetes. Torrentes de cuerpos me empujaban, y músicas confusas reían desde cada esquina. Vi a gentes pálidas y rubísimas, de finos rasgos, hablando un idioma recitado con gracia. Vi a andróginos que vestían anchos jubones, boinas y pantalones ceñidos. Tenían un pelo largo y sedoso, brillante al sol, y saludaban a los mercaderes oliendoles los cabellos.

Alcé la vista. Sobre nosotros, la inmensa brillantez de las murallas del tiempo. Las torres, los palacios, los castillos. Los señalé y mis acompañantes asintieron. Me guiaron a través de los callejones. Torcimos una esquina y encontramos una escalera. La subimos y allí… un colosal puente de piedra blanca adornado con flores de marfil acaba en un panteón inmensísimo, de poderosas escalinatas como cascadas de brillor. Decenas de estatuas grandes como edificios, multiformes, representaban dioses y héroes conocidos y desconocidos. Había un hombre astado que brindaba con un ciervo enloquecido, y ambos danzaban al son de ebrios querubines. Vi también la estatua de Melcares, diosa de las caricias, que en sus ojos guarda todo un mundo y derrama sobre los campos de batalla un tarro de miel. En uno de los lados, Ssimaghail, antigua matriarca, sostenía con una mano la ley. Las espadas, los arcos, las ballestas, los puñales y las murallas los vi rotos a sus pies.

Pero algo, silente hiedra, crecía en aquel lugar. Alcé la vista. Allá, en las torres inmaculadas, en los frontispicios y en sus bajorrelieves, en las cúpulas como mundos y en sus astros de mármol, en las leyes talladas en piedra, en los bruñidos yelmos, en los altivos ojos de las estatuas debía resonar el tañido de los milenios. Una música, retumbante y desgarrada de tambores musculados, el uniforme marchar de los ejércitos, el barrito de los elefantes que traen obsequios de seda, el rugido aún orgulloso de exóticas fieras enjauladas, la risa de perfumes jamás conocidos y lisonjeras palabras de emperadores persas que se prostaban había soñado con el nombre de Assam-eggesh. Pero todo callaba. Abajo, vi, los canales eran una fugaz pincelada. Y entendí que el silencio, eterno, siempre reclama su trono.

Cuando salimos de la ciudad, giré la vista por última vez. Vi algo que antes se me había escapado. Sobre las puertas, ahora por siempre cerradas, había una inscripción.

Assam-egessh. Ciudad de la espada. Ciudad del mundo. Ciudad del silencio.

Jaime Calaforra Arranz
@jcalaforraarranz
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Publicado por Letras & Poesía

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