Es una tarde de verano de pueblo. No llega a ser cálida porque en el norte el calor se prohibió el día en que se recibió el don de las tierras verdes. El sol brilla fuerte en un cielo azul despejado, permitiendo aún al menos dos horas de tregua a los bañistas.
Una niña observa fascinada las aguas tranquilas del río. Se mueven dulcemente, de manera sensual, invitándole a adentrarse a sus misterios. Pero sabe que en el fondo están frías como el hielo y que todo el griterío alegre de las personas que chapotean a su alrededor no es más que una estratagema del universo para obligarla a rendirse a la tentación de nadar. Su padre ha dejado claro que no puede mojarse. No tiene bañador ni toalla y si se mete en el coche de vuelta a casa con las ropas caladas, él se enfurecerá y lo pagará con su madre, como siempre. Así que se limita a observar el flujo cristalino desde la orilla, mientras soporta las burlas de los otros niños y niñas del pueblo.
—¡Eres una caguica!
—¿Qué crees, que te va a picar el culo un cangrejo?
—¡Dolça cara morsa, Dolça cara morsa!
La niña decide no defenderse. Su padre le ha dicho que tiene que dejar de comportarse raro y acompañar a los otros niños en sus juegos. Les sigue cuando salen del agua y se dirigen al puesto de helados Frigo al otro lado del paseo. Observa con envidia cómo lamen los helados, cómo se ensucian de chocolate la barbilla e intercambian gustos con alegría. Un cono de nata por un Frigo pie, un Calipo de lima por un Magnum de fresa. La niña también quiere comer un helado, pero su padre le ha dicho que no tienen dinero para tonterías. Una de las niñas más buenas del grupo se ofrece a comprarle un helado barato con las monedas que le han sobrado, pero lo rechaza. Su padre también le ha dicho que nadie debe saber que no tienen dinero.
El hijo del panadero, un chiquillo fuerte y maleducado, le invita a dar un pequeño lametazo a su helado de limón y vainilla. «Está súper bueno», asegura. La niña saca su lengua y, en el preciso instante en que ésta va a rozar el placer de hielo, el niño estampa el helado contra su carita. Ahora todo su rostro es un festival de sabores fríos, pero la humillación le impide disfrutarlo. Rompe a llorar y mira a su alrededor, desesperada. En una mesa frente al puesto de helados, su padre la mira fijamente bebiendo una cerveza. No tiene ninguna expresión evidente en el rostro, pero la niña puede observar a lo lejos la tensión en su cuello y en su brazo derecho. Su mano sujeta fuertemente la muñeca de su madre, que la mira con una mezcla entre miedo y decepción. Sabe lo que está pensando. «Ya le has dado otra excusa para que me vuelva a pegar».

Laura Carrillo Palacios
@laia_bonheur
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