cuento sobre puente amor irving saul
2 minutos

A la deriva

Cuando llegué, incluso, había olvidado mi nombre por completo. Ese día llovía y estaba toda empapada. Si me hubieras visto, Javier, si solo me hubieras visto. El pelo se me pegaba a los hombros como una de esas larvas asquerosas que salen de la basura. El maquillaje me sobresaltaba las ojeras acumuladas por la falta de sueño. Tenía el traje hecho toda una fotografía (de esas tuyas) en donde no se entiende nada. Pero aquel puente era mi favorito por muchas razones. Allí nos besamos por primera vez cuando apenas éramos nuevos en entender esa palabra que odiaba escuchar en tus labios. Pienso que ese era el problema, Javier. La juventud, me refiero. Habíamos comenzado a amarnos desde muy jóvenes sin saber nada de la vida, pensé. Lo suficiente como para querer sentir la necesidad de quitarme… quitarme los zapatos. El suelo estaba tan helado como supuse, pero no era algo que podía sentir en realidad… Lo imaginaba. Ya frío tenía desde que… Otro cambio más, de esos que uno aprende a distinguir en ese lenguaje vital que nos ahorca.

Ahí fue que decidí subirme sobre el borde del puente.

Cuando miré hacia abajo lo que me pasaba por la mente era esa palabra. El cambio. Las aguas se movían con una velocidad que no cambiaba en lo absoluto, por ejemplo, pero tal vez antes de la lluvia estaban tranquilas y mansas. Era la lluvia el detonante. Lo que impulsaba aquella velocidad letal que nos hipnotizaba: a mí y al viento y a mi traje que ondulaba como queriendo invitarme a la muerte. El cambio Javier, de un punto a otro: de unas aguas a mis espaldas que me eran desconocidas hasta que surcaban por la sombra del puente hasta morir en la inversión de mis ojos. Aguas llenas de hojas, del fango en lo oculto, de insectos muertos y vivos. Aguas también llenas de mí. O al menos, de mi deseo de ser también del agua.

Encontrarte atado al cuello en nuestra habitación me hizo querer entender por qué no fue más fácil el lenguaje que la acción. Por eso empecé a llorar con un grito que me agrietó la garganta, y cuando estaba a punto de lanzarme para tener tu último abrazo. Allí estaban. Sobre el agua. Miles. De esas tuyas. Todas en blanco, pero tuyas. Hacían una sábana sobre el agua.

Mientras las miraba irse río abajo me bajé de golpes del pretil del puente. No fue la raíz el arrepentimiento, sino algo más poderoso que eso: la consciencia. Había en mis grietas un nuevo grito:

—No quiero, no quiero, no quiero, no quiero, ¡NO QUIERO!

No quería ser una fotografía tuya dejada a la deriva.

Irving Saúl
irvingsaul.com
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