Hacía frío. Luciano tenía problemas de vista y desde mucho tiempo atrás no era capaz de reconocer a nadie. Las malas decisiones que había tomado durante sus ochenta años de vida le habían hecho estar cada vez más solo. Pero aquella fría noche había algo en la niebla de las calles, en las sombras de los árboles y en la ausencia de estrellas en el cielo que lo hacía sentir extrañamente acompañado. Era un presentimiento.
Él se asomó por el balcón viejo de su departamento con una taza de café en mano y miró en una esquina de la calzada a una mujer. A pesar de que veía tan mal que confundía las sombras con las luces, supo que esa señora hacía tiempo había sido su esposa, la madre de sus hijos.
El problema es que ella estaba muerta.
—¿Por qué mierdas vienes a molestarme ahora, puta? ¿No te bastó con fastidiarme en vida?
Regresó al interior de su hogar y se encerró en la gran habitación que le había quedado cuando enviudó. Se colocó encima dos abrigos de lana y descolgó las persianas, ya no deseaba sentir frío. Sin embargo, la puerta del departamento se abrió. Luciano sintió pánico. Escuchó pasos pesados en el pasillo, experimentó en sus huesos cómo unas largas uñas arañaban las paredes. Sin pedir permiso, su antigua mujer entró en la habitación.
—Hola, Luciano…
Él miró su rostro gordo y arrugado y recordó todas las noches tormentosas en las que tuvo que soportarla… hasta que la envenenó. Incluso después de su muerte, seguía atormentándolo.
—Vine a dormir aquí, Luciano… Este también es mi hogar —le dijo ella.
Luciano suspiró, buscó los tapones en la mesilla que tenía al lado de la cama y se los colocó en los oídos.
—¡Está bien, está bien! Puedes dormir aquí. ¡Pero nada de abrazos!
Esa noche, Luciano durmió mal, atormentado por el frío de la culpa, sin saber que su mujer no solo había regresado para fastidiarle el sueño. También lo había hecho para llevárselo al otro lado.
Ni en el más allá pudo dejarla: ambos estaban unidos por siempre.

Jesús Martínez
@jesus_escribe
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