Andalucía es una idea, una herida,
una lenta agonía en las noches de insomnio,
una rota promesa,
un mundo hermético y soterrado.
Andalucía duele como una certeza implacable,
como el espejismo de un quejido
que guarda en sus perfiles la amarga espina
de la resignación y la gloria.
Andalucía, de niño, era el río Jordán,
un fantástico vergel coronado por un palacio
de las mil y una noches,
un anhelo, una sombra.
Ahora la luna duerme en un cenotafio privado
y los viejos jornaleros beben el vino amargo
del engaño y la renuncia,
bajo los olivos de Atenea.
Ahora, Andalucía, escaparate donde los turistas
contemplan la más bella puesta de sol
de todo el Imperio.

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