«Nunca encontrarás la paz, Ulfrith de Cuernoblanco» sentenció desde el suelo ensangrentado la cabeza solitaria de la bruja que apenas hace unos instantes seguía pegada a su anciano cuerpo. Luego, una sonrisa sobrenatural pareció descender desde el cielo estremeciendo el campo de batalla, erizando la piel del salvaje. Polvo, cenizas y una marca grabada a fuego que le resultaba familiar fueron el último recuerdo del salvaje antes de abandonar el sueño.
Una colcha sucia sobre un leño, restos tibios de una fogata, nubes blancas y unos dientes podridos ve el pequeño Ulfrith al despertar esa mañana.
‒Por Ersin, padre, no te acerques tanto, hueles a muerto… ‒dice el jovencito apartando de un manotazo la cara de su padre.
Rom, padre de Ulfrith, hijo del olvidado pueblo de Cuernoblanco, no puede evitar sonreír orgulloso del pequeño bastardo que ha engendrado.
‒Ten, come, rápido, tenemos que marcharnos, no nos queda mucho tiempo.
‒¿Qué demonios es eso? ‒Le preguntó Lyrenna a su siniestra hermana.
‒Eso es la protección que nuestro reino necesita, con esta máquina nada tendremos que temer de nuestros enemigos, pues ninguno podrá cruzar la barrera defensiva que se alzará. Ni siquiera el fuego de los dragones extintos hubiera podido atravesar su magia.
‒¿Qué es eso que se ve adentro, acaso es un hombre?
‒¿Llamas hombre a eso?, solo es un maldito bárbaro, si sigue vivo es porque puedo canalizar su rabia interminable como fuente de energía.
‒¿Y si despierta?, ¿qué harás si despierta? ‒Preguntó Lyrenna a Yaheria.
‒Está bajo la influencia de uno de mis hechizos, no despertará jamás.
‒¿Padre sabe de este sacrificio?
‒¿Padre?, a padre no le importará cuando comprenda la magnitud de esta maravilla. Ahora deja de entrometerte en mis asuntos y ve por ahí a hacer tus cosas de princesa…
Lyrenna visiblemente enfadada se marcha por los estrechos pasillos de la torre. Juraría que vio como una sombra la seguía hasta que cruzó la puerta y salió de los jardines del castillo.
Se amontonan los cadáveres por cientos, la sangre resbala por el torso desnudo de Ulfrith. Legiones de monstruos se siguen acercando, Ulfrith levanta su espada y sonríe. Se siente feliz, se siente en casa.
‒Padre, pronto serán los festejos por su nombramiento como señor de estas tierras, espero que me permita mostrarle en ese día mi trabajo, creo que le resultará satisfactorio.
‒Ay, mi siniestra niña, no puedes dejar de trabajar nunca…
‒Pero padre, ya sabes que son numerosos nuestros enemigos, no puedo dejar de trabajar en mejores defensas para nuestro reino.
‒Bien, entonces, pequeña, espero que tengas todo dispuesto para el día de los festejos.
Los días se suceden temblorosos en la mente de Ulfrith. No entiende por qué, pero recuerda intensamente el juramento que hizo sobre los huesos de su padre y su acero se cobra con sangre los pecados de su ira. Pero siempre aquella bruja sin cabeza, aquella cabeza sin cuerpo que se ríe desde el suelo. Si pudiera alcanzarla, se dice, tal vez se calmaría su rabia.
Los festejos transcurrían con normalidad. Los esclavos luchaban en la arena para regocijo del pueblo, que enfervorecido jaleaba a sus preferidos.
Las dos hermanas deambulaban por el castillo; una preparaba la demostración de su máquina, la otra maquinaba cómo imponerse por una vez sobre su siniestra hermana.
Llegó el momento de presentar la máquina. Los nobles estaban impresionados con la barrera iridiscente que se formaba alrededor del castillo; pero de pronto, del cuerpo del salvaje empezaron a emanar una suerte de rayos rojos como la ira que sentía por la descabezada bruja de risa estridente…
Los allí reunidos convocados para la fiesta definitiva abrieron sus bocas dibujando un agujero negro en sus caras como símbolo del asombro y el terror. Apenas tuvieron tiempo de ver cómo la siniestra Codicia o Yaheria caía de bruces sobre el suelo como si una fuerza invisible hubiese arrancado las raíces de sus pies de aquella tierra sin nombre ni paisaje. Tampoco pudieron compadecerse del lamento repentino que se hundió en el rostro de Lyrenna o la Envidia, cuyos ojos fueron abrasados por las tempestuosas fibras incandescentes que procedían del exculpado bruto, del último descendiente del olvidado pueblo de Cuernoblanco. Solo tuvieron tiempo de descubrir cómo Ulfrith yacía bocabajo, inmóvil, vencido, descansando profundamente, y viviendo su huida tortuosa por los oníricos laberintos de piedra y hielo; amenazado por sus propias piernas que, violentas y traviesas, le azotaban la cara como un pez flagela con la cola a la espuma.
Algunos de los espectadores rieron ante la triste imagen del salvaje, ante la humillante desnudez que brillaba de forma extraordinaria bajo una noche cerrada y oscura. Era cierto, su espalda lucía limpia y lúcida tras una lluvia imprevista: un suave y cálido rocío que alumbraba tanto a su peluda cabeza como al mancillado, pero aún intacto, cuerno blanco que entre los cabellos sobresalía.
Los súbditos de la Codicia y la Envidia (incluido su padre) desaparecieron del lugar; un lugar desconocido del que no se posee localización geográfica siquiera ahora. Quedaron solas las dos hermanas, las dos niñas, una todavía arrojada sobre el suelo en posición fetal, y la otra con las manos en la cara, ocultando su ceguedad.
‒Ya no estarás satisfecha nunca.
‒¿Se puede estar satisfecho alguna vez? ‒Respondió trémula Yaheria.
‒¿Qué quedó del mundo que, hacía un instante, su límite se nos abría como una barrera iridiscente?
‒Volverá.
‒¿A dónde fue a parar toda la energía canalizada siglo tras siglo a través de tu mañosa ambición, cuya herramienta era la rabia y la desesperación? ‒Volvió a interrogar la dulce y pequeña Lyrenna.
‒En nosotras, hermana, pues la ira que ahora siento es implacable.
‒Yaheria, ¿qué habías conseguido crear?
‒Fuego, altas obras que pinchan el globo celeste como agujas.
‒Sin embargo, nada nuevo, nada propio. ¿Verdad, Yaheria?
‒Con Ulfrith han muerto todos los hombres y mujeres del planeta. Nosotras no somos más que una brisa traicionera o un viento cruel. Toda la energía para existir habita en nosotras. Ya he creado algo propio y original: la tierra sin brujas, sin hombres y sin paisajes. ‒Pronunció rotunda y emocionada.
‒Yaheria, teme decirte la Envidia que ya hubo una vez una tierra sin bárbaros y sin brujas; una tierra sin paisaje, y una vida sin planetas.

Enrique Morte
@enrique.morte_poesia
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Miriam González
@mer_adonai
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