Viernes, 1 de diciembre de 2017. Pedro se despierta por el ruido de pasos y gritos de niños en el piso de arriba. De inmediato se incorpora en la cama y piensa: «¡Me he dormido!». Debería haberse levantado a las 5:15 para fichar puntual a las 6:00, tal y como lleva haciendo los últimos diez años. Mira hacia la mesilla, el radiorreloj marca las 9:37 —no es posible, ¿cómo he podido dormirme?—. Pegado a él, ve una nota que puede leer gracias a la luz que entra por las rejillas de la persiana: MIRA ESTO, y una flecha señalando hacia la derecha, a un álbum. Lo coge y lo abre. En la primera página hay una foto de Raquel y suya el día de su boda; debajo, unas líneas escritas con la inconfundible letra de su mujer:
«Buenos días, cariño, espero que hayas dormido bien. Seguramente estoy en la cocina y si no, he salido a por el pan. Antes de levantarte lee esto, por favor. Hace cuarenta años tuviste un accidente en el trabajo —¿cuarenta años? Pero si solo tengo treinta y cinco y llevo diez en la fábrica—, se te cayó una bobina encima. Estuviste un mes en coma, cuando despertaste no recordabas nada desde justo antes del accidente, y todo lo que aprendías durante el día se te volvía a olvidar mientras dormías. Y así ha seguido siendo hasta hoy.
Te pondré al día: tienes setenta y cinco años y yo, setenta. Nuestro hijo, Pablo, cuarenta y cinco. Ha tenido dos niñas, Amaia y Nerea, que ahora tienen diez y ocho años. En las siguientes hojas puedes ver un montón de fotos de estos cuarenta años; y en la última, un espejo.
Ahora estamos en la casa de tus padres del pueblo; siento tener que decírtelo pero ellos ya no están, como comprenderás cuando asimiles lo que te ocurre. Las niñas pasan el verano aquí con nosotros y están deseando darle los buenos días a su abuelo.
Tómate el tiempo que necesites. Cuando te sientas preparado, levántate; tenemos muchas ganas de darte un beso. Te quiero”.
Pedro se queda un rato mirando las letras. Algunas parecen destacar entre las demás: setenta y cinco años, dos niñas, abuelo. Al pasar la primera hoja se fija en su mano, arrugada y con las venas marcadas; desde luego no es la mano de un hombre de treinta y cinco años. Mira con detenimiento cada foto: Raquel, Pablo y él en muchas de ellas, Pablo cada vez más mayor, su boda con una mujer que no conoce, la mujer embarazada, Raquel con un bebé en brazos. En la última aparecen su mujer, su hijo, la desconocida, él mismo y dos niñas rubias que le abrazan una por cada lado.
Encuentra el espejo y muy despacio lo sube hasta ponerlo frente a su cara. «Oh, dios mío». Está claro que no es ninguna broma, el pelo blanco y el rostro surcado por arrugas hacen juego con las manos.
Se levanta y se acerca a la puerta. La abre despacio sin apartar la vista de la rendija que se va ensanchando. De repente oye un grito: «¡Abuelo!», y dos torbellinos rubios se le lanzan encima. «¡Niñas! ¡Ya sabéis que tenéis que dejar un rato tranquilo al abuelo!». La dueña de esa voz es Raquel, su mujer, que le mira sonriendo. Está mayor, mucho más mayor, y más delgada, pero le sigue pareciendo preciosa y encuentra en su sonrisa y en sus ojos un rayo de familiaridad que le hace sentirse seguro, en casa.
Pasan el día los cuatro juntos. A Pedro no le cuesta adaptarse a su nueva situación. Le da mucha pena no recordar los últimos años pero decide que, ya que eso no tiene arreglo, lo mejor que puede hacer es no darle vueltas y disfrutar a partir de ese momento.
Cuando las niñas —al fin— se duermen, se sienta con su mujer en el sofá, y le cuenta algo a lo que lleva dando vueltas desde el mediodía.
—¿Sabes? No me creo que vaya a olvidar todo esto durante la noche. Pienso… no, tengo la certeza de que algo ha cambiado en mi cerebro durante el día. —Le pasa el brazo por detrás del hombro y la aprieta contra él—. Es imposible que olvide esto. —La besa en la frente—. Esta amnesia rara, igual que vino, se puede ir. Y estoy seguro de que se ha ido.
Raquel le mira con una sonrisa maternal y un par de lágrimas a punto de escapar, le da un beso en los labios y dice:
—Qué bien, cariño.
Sábado, 2 de diciembre de 2017. Pedro entreabre los ojos, al darse cuenta de que entra luz por las rendijas de la persiana se incorpora con rapidez. «¡Mierda, me he dormido!».
Deja una respuesta