–Doctor, ¿no ha sentido usted que pierde materia o sustancia?
–De hecho he sentido que la estoy ganando más rápido de lo que deseo. ¿Por qué la pregunta, Maestro?
–En estos días me la he pasado pensando…
–Sano pasatiempo el suyo.
–A veces creo que no. He pensado que cada cosa que hago, o que estoy haciendo actualmente ha perdido su peso.
–¿Su peso en oro?
–No, Doctor, su peso existencial. Ontológico, por así decirlo.
–Cuando usted se pone metafísico y trascendental es cuando menos le entiendo pero siga. ¿Cómo es eso?
–Le pongo un ejemplo. Hace poco terminé de dar el taller express de miseria narrativa y diálogos para un mundo en silencio. Usted sabe cuánto amo dar talleres…
–Amamos, Maestro. Amamos.
–Lo sé, pero usted está allá y yo acá. El caso, terminé de dar ese taller y aunque vi caras satisfechas por la labor cumplida, esta vez sentí que algo perdí.
–¿Tiempo? ¿Dinero?
–Toda luca es cariño, Doctor. Y el tiempo se pierde siempre, hagamos lo que hagamos. No, le digo que perdí algo de acá.
–¿Peso?
–Sí, peso. Pero ese peso que va y viene porque así como se adquiere cuando hacemos algo que termina impactando a otros aumenta, pero cuando los que nos rodean o las personas que se acercan a nosotros se van como llegaron, ahí es cuando perdemos ese peso y aunque no se siente físicamente, es como si le abrieran las costillas y lo desocuparan un poco, sacándole a cucharadas lo que tiene pegado en las tripas.
–Eso le pasa siempre que ve cagar una paloma. O cuando los asistentes a sus talleres hipercortos pagan y no escriben, o no pagan y no van. Eso pasa siempre, Maestro. No entiendo por qué se angustia por lo inevitable.
–¡Porque debería ser evitable!
–¿Cómo? ¿Obligando? Eso sería el colmo de un taller de escritura: recibir a voluntad y mantener por coerción.
–Pero sucede, Doctor. Sucede. Me contaron historias de los extramuros, allá donde nunca hemos pisado tierra ni taller, que esa gente llega a amenazar de muerte si no van al taller. Incluso cuentan que han demandado a los participantes cuando dejan de ir.
–¿Demanda penal? ¿Civil?
–No sé, Doctor. Usted es el doctor. Sé que le apuntan a lo que le duele a la gente: el bolsillo.
–Yo pensé que a la entrepierna.
–No, a eso ya no le apuntan. Se dieron cuenta que así eran ellos los demandados y algunos perdieron su trabajo. Qué triste que lo echen a uno por eso.
–¿Triste por el que da el taller?
–¡Claro! Se supone que es lo que apasiona, pero sus bajas pasiones pesan más.
–¿Acaso las suyas no, Maestro?
–Acepto que las mías me han traído uno que otro lío, usted sabe, las jardineras, pero dejé de buscar esas faldas escocesas.
–Exactamente, ¿qué le angustia, Maestro?
–No apasionar.
–Pero eso no depende de usted.
–Realmente, sí. Depende enteramente de mí. Usted lo lograba sin mayor esfuerzo. Con su memoria elefantíaca, con sus comentarios siempre a la mano, con su vida personal, con citas bibliográficas y citas a ciegas. Los tenía siempre comiendo de su mano.
–Deje de inventar palabras que suenan horrible. Ahora bien, es cierto lo que dice, Maestro, pero también sabe usted que aunque lograba eso, la sustancia la ponía usted.
–Quisiera ser caldo de gallina para darte mi sabor…
–Era usted el que estaba atento al ejercicio de escritura y a la revisión y a la corrección.
–Sí, yo era, y sigo siendo, el ñoño, la cartilla Coquito. El manual de estilo. Desabrido como la cuajada sin melao.
–Demasiadas referencias alimenticias, Maestro. Y yo a esta hora aún no he desayunado.
–¿Qué hora es allá?
–Como si fuera de madrugada pero con nieve. Venga, Maestro, no creo que usted haya perdido esencia o sustancia o materia o lo que sea. Lo que le pasa es que su miedo es parte de su sabor. El que no mire a nadie a los ojos, el que dude, el que no recuerde citas o los nombres de sus alumnos, todo eso es precisamente lo que hace que le presten atención y le pidan consejos. Y quieran refocilar con usted.
–Dudo eso último…
–Pero, ¿no me contó usted hace poco que usted ya estaba…
–No le puedo afirmar ni negar categóricamente. Hasta para eso soy insustancial, Doctor.
–Su problema es que siempre ha sido de imperativos categóricos pero su existencia es rizomática. Eso, seguramente, le da sustancia o esencia o forma o sentido. ¿No cree?
–¿El rizoma?
–El imperativo.
–¿Por qué no el rizoma?
–Porque ahí es cuando su vida se le va a la mierda, Maestro. Usted necesita ladrillos, concreto, hormigón, columnas, puertas y ventanas. Lo que pasa es que la gente que nos rodea ya no necesita nada de eso y usted se queda ahí con la puerta en la mano, esperando abrirla a una cuajada con melao que le satisfaga el hambre de la noche. Y no va a pasar, Maestro. Ya no, porque esa gente que lo rodea, yo mismo, somos rizomas. Y nos importa un culo la sustancia o la esencia y las puertas y las ventanas, porque podemos mirar a través de cualquier ventana. Incluso podemos ver a través de las paredes y nos metemos, no entramos, nos metemos a donde se nos dé la gana y de la misma forma salimos y no hay pared que nos detenga. Y si usted no está de acuerdo con eso, Maestro, va a sufrir.
–Sin moraleja, Doctor. ¿Qué me quiere decir?
–Que contrario a lo que usted cree, usted es demasiada sustancia para la gente que lo rodea. Y eso, por lo general, hastía.
–¿Soy hastío para lo que me apasiona?
–A veces, Maestro. Y usted le llama a eso ser insustancial.
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