Parte de mi condición me impide ignorar lo que me rodea, esto hace de mi rutina una sesión involuntaria de altruismo.
Cada día, cada estación, cada persona. Disfruto del subterráneo y sus curiosidades, intrigado por las historias que le acontecen y le preceden. En algún tiempo me quejé y lo detesté tanto como el siguiente orador, pero no fue hasta tener mi propio auto que me percaté de cuánto añoraba saber qué habrían hecho los nietos de la señora con el sombrero verde; me preguntaba con algo más que entusiasmo qué excusa usaría el joven que iba tarde a clases; no podía ser posible que le ganara empatía al abogado que se sienta siempre en la esquina derecha del fondo en último vagón.
Logré admirar su simpleza, extrañaba su valentía al ver a los ojos a la cotidianidad y gritarle: “¡Esta es mi vida!”; aún sin escapar del tedio mismo de sus charlas, que no serán más que la repetición de lo obvio.
No deseaba sus vidas, mucho menos sus ideas. Extrañamente, quería su simpatía. Creí que si era bueno para la anciana con sombrero no me quejaría de ser malo para mí mismo. Cómo me gustaría no depender de una forzada empatía, por no llamarle falsa, pero la realidad me azota. Y cómo prepararme a este silencio que roba toda la dulzura a un puesto que no ha visto un sombrero verde en 2 meses y que nadie se atreve a usurpar.
No hay que engañarse, estamos tan aislados de lo real que cuando algo cambia nuestro ambiente no hacemos caso de ello. Nadie nota el asiento, y mucho menos la falta de pasajero en él, sin embargo, esta generación de transeúntes no será capaz de apoderarse del mismo, pues pertenece a un dulce sombrero verde, aunque no lo vean llegar ni noten su ausencia; aunque no aclaren si el pequeño Dan terminó su tarea; aunque el verde se vea reemplazado por el negro y las anécdotas de inquietos nietos cambiasen por una silenciosa letra.
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