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Cuento ( y II)

          Hasta que la sorprendió el alba, ahíta de emociones y con el alma plena se fue a descansar, pensando en volver a la noche siguiente como así hizo.

El lago brillaba iluminado al igual que la noche anterior, aunque las aguas iban más bajas, pensó que era el calor del verano que evaporaba los embalses, y tiró, con más presteza y ansia si cabe cuantos guijarros pudo encontrar alrededor, tratando de buscar los más grandes que hubiera para sentir con más plenitud el gozo que le proporcionaba esta música salida de las aguas.

Se retiró borracha y extasiada, reticente a abandonar tanta dicha hasta la noche siguiente. Sin apenas notar que el nivel del agua se había reducido sobremanera.

Volvió a repetir la ceremonia, sana ya de todo mal, o eso creía, pero anhelante de este gozo superior, y ebria de luces y música buscó la piedra más grande que pudo encontrar, la rodó hasta la orilla no sin esfuerzo y en el punto la dejó caer. La piedra se hundió con un estruendo que replicó en mil melodías, una orgía de sonidos que la envolvió hasta el éxtasis, tanto fue así que allí mismo cayó desmadejada y sin sentido, sin fuerzas ya para moverse, consumida en el delirio.

Despertó con un sol bien alzado en las alturas, agotada, tanto por el esfuerzo como por el encantamiento del lago, y al abrir los ojos descubrió con horror que éste estaba seco.

A sus pies tan solo un montón de piedras de todos los tamaños y los nenúfares, secos ya, en el lecho ajado del estanque, ocultando algunos peces y salamandras muertas.

No sabía cuánto tiempo estuvo desvanecida en la orilla, pero todo a su alrededor estaba marchito. Así sintió su alma perdida sin la danza que la iluminó en esas noches de locura, y entonces comprendió…

Bajó dando tumbos por el talud de piedras y comenzó a removerlas con toda la presteza que sus exiguas fuerzas le daban, escarbó, arañó, perturbada como estaba sin reparar en sus dedos sangrantes y sus uñas destrozadas, consumida de locura, apartó mil guijarros áridos y blancos como la cal hasta que solo quedó la enorme piedra que, sin saber cómo, antes había logrado arrastrar y lanzar a las aguas.

Lo intentó todo para apartarla de la pared del lago, pero el barro seco había soldado la piedra al fondo y no pudo moverla por más que lo quiso. Desolada y agotada se dejó caer sobre la piedra y lloró.

Lloró con un llanto inconsolable, lloró con el alma, por la esencia del lago que ella en su codicia había apurado hasta desecarlo.

Lloró un rio, lloró mares…Lloró  aferrada a la piedra, sin fuerzas ya, mientras las lágrimas resbalaban por la piedra empapándola toda. Tanto lloró que el barro que unía la roca con el fondo se fue ablandando, y poco a poco se tornó oscuro, con el color que toma la arcilla húmeda, y al pronto un hilillo de agua asomó desde abajo, que al poco se transformó en plateado torrente que irrumpió con fuerza tal que desplazó el enorme risco y a su afligida habitante.

Niamh, exhausta, se alegró en su inconsciencia del efecto causado por sus lágrimas, sin reparar, ni poder evitarlo, en que la piedra, al rodar, había aprisionado su vestido contra el fondo, mientras el cauce, ya imparable, rugía a borbotones y lo anegaba todo a su alrededor”.

Pasé por la orilla de la charca a la mañana siguiente en mi camino hacia la villa, sin poder evitar echar una mirada a su ribera. Todo lucía verde y animado, y sus aguas parecían tranquilas, plácidas, como ajenas a la historia que me relató el juglar, quién sabe si cierta o no.

Mientras me alejaba, creí escuchar entre el susurro de las aguas al deslizarse en los juncos una música dulce… y un llanto de mujer. Ni me atreví a mirar de dónde procedía.

Me alejé presto, sin poder apartar de mi mente el pensamiento de que cuando nos desprendemos de algo, quizás en la superficie el cambio se diluye y alisa sus marcas poco a poco, como las ondas en un lago, pero en el fondo, para bien o para mal, ya nada vuelve a ser igual.

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