3 minutos

La locura, la cordura, la locura

Ante mí unas escaleras vestidas de gris recóndito. ¿Cómo he llegado aquí? Las humedades sobre las paredes me parecen extrañísimos mundos derretidos. Desde las paredes encaladas, y desde la espiral de tinieblas que en su bajada dibuja la escalera, siento que me asaltan el pecho infladas inquietudes. Y sensaciones confusas, como vapores malditos o, tal vez, el escozor de licores afilados que desde el cráneo se destilan, me desguazan los sesos, y con la mano del azar de nuevo los juntan en laberintos de descensos zigzageantes. Me parece que los espacios se dilatan y contraen orgásmicamente. Siento como si de mí se riesen, tejiendo contra mis pupilas las confusas tinieblas. Siento que me señalan. Me asomo al hueco de la escalera y, mirando arriba, imagino, o quizás verdaderamente atestiguo, figuras esqueléticas, negras y salivosas. Y me viene el recuerdo o la fantasía de un chico parpadeando constantemente, sudoroso, frotándose la cara mientras baja por el ascensor. Y, cada vez que el elevador por un segundo ilumina uno de los pisos, cree ver trepando por las paredes a las criaturas negras, y ejércitos de vapores y marabuntas de dentaduras que ríen a carcajadas, y lengüetazos, confeti, hadas y puñales. ¡Quisiera encontrar el sol! ¿Siquiera existirán estas escaleras grises? Todo está deshilachado. ¡Quisiera encontrar el dulce bordado de los días! Camino tambaleante.

Choco contra una puerta y la abro. Un tranquilo puchero de vientos morenos y espesos me anuncian el exterior. Siento el sol sobre mi piel. Alzo la vista. Los árboles han formado un caleidoscopio de pardos y amarillos resecos. Caen las hojas. Bostezante, el verano pasea entre unas calles desiertas. Los edificios duermen. Mis pensamientos temblorosos se tuestan y adormecen. Una ancha sonrisa anida en mi rostro. Me siento en un bordillo y respiro hondo, al fin. Me tumbo y, aprovechándome de unas horas aturdidas por el calor, dilato hasta el infinito un cabeceo que se confunde con la siesta. Un mirlo se posa sorprendentemente cerca. En sus ojos veo pintados frescos de paisajes nunca por otros iris atestiguados, y habla su plumaje con el ímpetu de un aliento que da vida a todas las historias. Le sonrío y le narro cuentos que he imaginado sobre las hojas de los árboles y los mirlos que se posan sorprendentemente cerca. Él me dice que nada dura para siempre, y que lo que dura para siempre no es nada. Pregunto qué pasará con los días, con el sol, con el beso que parece que se escapa, con la despedida nocturna en la estación de buses, con un abrazo y con todos los abrazos, con las hojas, con los mirlos que se posan sorprendentemente cerca… ¿qué pasará? Nada dura para siempre, y lo que dura para siempre no es nada. ¡Tú, espíritu de los veranos nacidos entre melosas sábanas de quietud! Tu plumaje ha cosido las noches de los amantes, ha arrancado tu pico el único ojo del cielo, sangrante al atardecer. ¡Sacrifícame, y hazlo otra vez, si con mi carne de nuevo nacen los días!

Me desvanezco y, al despertar…

Ante mí unas escaleras vestidas de gris recóndito. ¿Cómo he llegado aquí?

Jaime Calaforra Arranz
@jcalaforraarranz
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