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Parásito

Daniel no sabía qué era exactamente lo que le inquietaba de las personas que se habían mudado a la casa de al lado. La mujer era una de esas bellezas exóticas que sabes que inevitablemente te causarán problemas —de esas que los atrae por naturaleza—, el chico que la acompañaba lucía tan desaliñado, sucio y escuálido que era improbable que fuesen parejas.
—Bueno, he visto cruces peores —pensó Daniel en voz alta desde el balcón mientras se fumaba el quinto cigarro del día.
Lo cierto es que no podía dejar de pensar en esa casa. El cosquilleo que alguna vez experimentó al ver las nalgas de su mujer se presentaba ahora únicamente en esos momentos efímeros en que sus pensamientos volaban en esa dirección. Tenía tanta curiosidad que se le secaba la boca, y de vez en cuando aparecía un deseo denso y oscuro que nunca se hubiera imaginado sentir por ser un hombre de ética y razón.
«¿Y si mato a ese hombre y me quedo con esa blanca?», pensó Daniel. Fue ahí cuando descubrió que la inquietud se había transformado en una profunda obsesión.
En cuestión de semanas, cualquier atisbo de cariño hacia su pareja acabó desvaneciéndose. Daniel había dejado de asistir a su trabajo porque sus prioridades habían cambiado: ahora solo estaba concentrado en afilar.
—Te juro que si no dejas de afilar ese cuchillo me iré de la casa —le prometió su mujer, manteniendo aún la esperanza inocente de que el hombre que tanto había amado siguiera ahí. Para su desgracia, su amenaza ya no tenía sentido.
—Vete a la mierda —respondió Daniel con la mirada puesta en su cuchillo. Ella se quebró inevitablemente en llanto—. Has tardado demasiado en irte.
La misma noche que su mujer partió con maletas llenas para no volver, Daniel dio rienda suelta al tintineante y doloroso deseo que trastornaba su mente y le hacía arder el corazón. Sus piernas lo llevaron al callejón, sus manos rompieron de un puñetazo la ventana.
El cuchillo atravesó silencioso el abdomen del desaliñado cuando este se asomó descuidadamente en la esquina e hizo el patético intento de decir: «¿Quién anda ahí?». El cuerpo se desplomó en el suelo, y sus ojos y sus manos buscaron entre la bruma de la muerte a aquella hermosa mujer, desesperados, implorando por una última oportunidad de sentir y ver aquel rostro perfecto… Hasta que la vida se le apagó.
Y ella sonreía. El último gramo de humanidad que quedaba en Daniel quería entender la razón de esa sonrisa, pero el deseo sobrenatural de poseerla lo impulsó hacia el frente.
Y cuando la tomó, y ella bebió de la sangre del muerto junto a él, y Daniel observó que la piel de la mujer se hacía más blanca, sus senos más firmes y sus ojos más oscuros, acabó comprendiendo que su propia voluntad ya no le pertenecía. Esa tontería del libre albedrío ya no tenía sentido estando a su lado.
El tiempo pasó y ambos fueron capaces de borrar las huellas de aquel asesinato tan espantoso. Ella encontró la forma de cambiar sus nombres —como había hecho ya cientos de veces antes— y él se creyó en su inocencia de mortal que aquel excitante frenesí le duraría por siempre. No le importo ver cómo su vida se desvanecía, su alma se marchitaba y su cuerpo enfermaba; su compañera estaba feliz, radiante y cada día más joven, y para Daniel eso valía todos los sacrificios del mundo.
Pero ahora era Ricardo quien no sabía qué le inquietaba tanto de los vecinos que se habían mudado a la planta de arriba del edificio donde vivía. Él no podía saberlo —al igual que Daniel tampoco pudo—, pero aquella mujer ya lo había escogido como su siguiente presa.

Jesús Martínez
@jesus_escribe
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