Es curioso cómo esta vez no me siento desnuda. Ya no recuerdo la última vez que estuve más de cinco minutos sin escuchar música en la calle; siempre terminaba yendo a la primera tienda o metro que tuviese unos audífonos con que sobrevivir hasta el próximo enredo fatal; con algo de suerte, una vez al año me podía permitir unos decentes que me durasen al menos unos tres meses, seis de milagro. Esta era la primera ocasión en años que voluntariamente no escondo mis oídos del apabullante parloteo de esta ciudad y también la primera vez que no me siento vulnerable al hacerlo. Supongo que la sensación de estar desvestida no se halla en la ausencia de “ropa”, sino en la mirada que te atrapa in fraganti; y es que escuchar una canción me protegía de una capa de miradas imaginarias, lascivas, inesperadas o de testigos de Jehová y/o captadores de ONGs que me veían presa fácil, aunque la niña en sus folletos se parecía a mi yo de cinco años, solo que un poco más negra y feliz que yo, en los brazos de un príncipe blanco que la salvaría los segundos en que tomaran la fotografía para Instagram.
Curiosamente, la ciudad aparenta calma un lunes a las ocho y media de la noche, más de lo que me esperaba. También hay que decir que algunos barrios son arritmias continuas, donde la hora no guarda correspondencia con los niveles de ruido. Mientras camino, recuerdo que esta es de esas zonas donde me siento segura y los pocos transeúntes que me encuentro son personas bien ataviadas que salen a cenar o miembros de familia que van a casa. Si afinas el oído, desde los balcones abiertos puedes escuchar platos siendo apilados para poner la mesa. Si te centras en lo que te rodea, tan solo se escucha el ronroneo de algunos coches, el zumbido de una moto, el dulce toque de una pata en el asfalto o el repiqueteo de tacones que esquivan los huecos en la acera. Los pasos hacían crujir una alfombra de cadáveres de hojas asesinadas por este maldito frío que hace de los dientes castañuelas. Hasta los ojos oyen claramente: hace un ruido suave y caliente el humo que sale de la boca del fumador.
Casi nadie dice nada en esta zona y los pocos que lo hacen pronuncian susurros, como confesando al teléfono secretos insondables que estos oídos desnudos no habrían de conocer. Son tan cerrados a veces, no me extraña que cueste abrirse cuando te enfrentas a tantas barreras. Tan solo una chica delante mío habla por teléfono con total normalidad. Me costaría reconocer su conversación como importante si no fuese por algún “mierda” o “yo se lo había dicho”. Vaya ¿Enserio olvidé lo monótona que puede ser la voz de los españoles al hablar? Les falta baile, tono, vidilla. Intento escuchar a las abuelitas que van delante mío o a la pareja que se cuenta el día, pero todos mantienen esa línea sin melodía rota ocasionalmente por algunas risas. Hasta las miradas cruzadas esta noche en esta zona son gratamente inexpresivas. Siempre está la pareja enamorada a la que un semáforo en rojo les recuerda que se aman.
Mientras más me acerco al corazón de la ciudad, más se reduce el catalán y aumenta la presencia de inglés, chino, español latino. También chillan a mis ojos las luces vibrantes de las calles principales, decorados que se superponen en combinaciones discordantes, pero que en individual visten de gracia rincones cotidianos. Los tonos de voz se ven forzados a subir, ante los coches que cambian el ronroneo por un rugido, además de algún repartidor de glovo que hace doble-turno como discoteca sobre ruedas. Cada paso que se adentra en el centro es un aumento leve del agobio. Mis pasos desandan el patrón recto y dibujan atajos por recovecos tristemente iluminados donde las voces se tornan rumores, pero donde aún resuena la risa de un niño o las ruedas de un carrito de bebé, porque más arriba los espera una mesa puesta y comida caliente. Aún así, van cambiando de tono las miradas, convirtiéndose el último tramo en un juego de escapismo a esos ojos desconocidos que hacen tanto ruido cuando vas sin audífonos.
Llego por fin a la esquina de casa. Un mar de rostros y voces se mezclan. Es lo que tiene vivir en un punto neurálgico que más parece coágulo, donde se encuentra medio mundo para irse adentrando en los cientos de microclimas vitales que conviven aquí cualquier día de la semana. Me despido mentalmente de ellos, deslizándome entre conversaciones cada vez más vivaces y el ruido aún más apabullante de mis propios pensamientos tras un paseo semidesnuda por la Barcelona nocturna.

Sabrina Feliz
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