Amanecía cada 14 de febrero con el corazón y el cuerpo dispuestos para morir. La noche anterior, invitaba a su casa a toda su familia para un gran banquete y de a poco comenzaba a bajar el volumen de su característica risa. Todos conocían de memoria y desde hace años su ritual. Terminada la generosa y multitudinaria ceremonia, despedía a cada uno de sus 77 sobrinos con un beso en la frente y un mensaje que ella decía era personalizado, pero los jóvenes ya se habían percatado que, como cartas de una baraja, la tía repartía los mismos mensajes cada año, para recogerlos, mezclarlos y volverlos a sortear el año siguiente. Con sus hermanos, las palabras le quedaban chicas, por lo que optó siempre por no decirles nada. Cerrada la puerta luego de despedir al último pariente, dejaba todo en la mesa como había quedado esperando no ser ella quien debiera lavarlos el día siguiente y corría a su cuarto a asearse, perfumarse y peinar su larga cabellera blanca. Vestía su vestido de novias, que ya había planchado en la mañana y se acostaba en su cama con los brazos en cruz esperando con ansiedad que en sus sueños le de una visita la muerte.
Quería morir ese día desde hace 40 años para encontrarse con el hombre que le daría las respuestas a todas las preguntas que nunca se pudo contestar. Y estaba cansada de vivir en la duda. Prefería morir por la verdad. Pero para encontrarse con él, debía ser buena y piadosa, para asegurarse el ingreso al cielo. Por lo que había leído de niña en los catecismos que le prestaba la escuela y algo más de sabiduría popular y sentido común, sabía que los santos no andaban vestidos de estampita en el cielo. No se imaginaba la utilidad de la escoba de San Martín de Porres en los pisos de nube, ni tampoco creía que Santa Lucía transcurría su divinidad con un par de ojos frescos en su mano. Siguiendo esa lógica, San Valentín podría andar vestido de jean y alpargatas, y ella jamás lo reconocería. De más joven, por un tiempo, confundió a San Valentín con cupido. Cuando supo que el segundo era una creación pagana de la mitología romana, a pesar de dificultarse la búsqueda del santo, se alegró enormemente porque no confiaba en ese chiquito semidesnudo jugando al arco y a las flechas con cara de bobalicón. Un 14 de febrero, pensaba, San Valentín estaría siendo agasajado o al menos muy solicitado, por lo que por a o por b, sería más fácil encontrarlo.
Si despertaba con el sol de la mañana, pellizcaba su piel agrietada para constatar si todavía seguía en este mundo o si ya había viajado al otro, y esos rayos luminosos que entraban por la ventana eran la antesala a las puertas del cielo. Ese 14 de febrero despertó y todavía estaba entre nosotros. Respiró profundo para mantener la calma, porque la muerte no le llega a los que no están en paz y se puso a rezar, no para agradar a Dios, porque de contar con su simpatía estaba segura, sino para quebrar a la muerte, que se mantenía lejana y estoica a pesar de su dulce insistencia, como lo había hecho ese hombre que tanto amó aunque nunca quiso casarse con ella. Permaneció inmóvil hasta el final del día, para no ahuyentarla, y hasta se cuidó de no bostezar. Sólo cuando se aseguró que ese año tampoco vendría a buscarla, comenzó a llorar.
Ya la luna alumbraba su regazo y el ruido de la ciudad se había apagado. Eran las 12 de la noche. Vendrían sus sobrinos a comprobar el paso o la ausencia de la muerte. Y como hace ya tantos años, se alegrarían de encontrarla viva, esperándolos, sentada al borde de la cama, con su vestido de novia, su pelo blanco y los pies descalzos. Los sobrinos llegaron en bandada, invadieron la privacidad del cuarto con ánimos de festejo y la vistieron de colores vivos y de aromas frutales. Comenzó el jolgorio de nuevo, previa lavada de platos, continuando el ritual que había comenzado la noche anterior y que terminaba con la legendaria frase por la cual la historia de Doña Ana ha trascendido su tiempo y su pueblo: “La muerte es como el hombre, creyéndose dueña de la vida, cuando ni la muerte ni el hombre la engendran. Y como el hombre, es cobarde para con los que la buscan y vengativa para los que la rechazan. Muera la muerte. Viva la vida. Y a la mierda el amor”. Y un estruendoso chocar de copas daba inicio a un nuevo año en la vida de la tía más feliz del lugar.
Flora Aliaga
@floraaliagaescritora
Leer sus escritos