Medicina

9 septiembre, 2016

Encontrarse a sí misma es lo que movió a Cecilia hasta el corazón de la isla bonita.
La Palma se exhibía en forma de flecha que pendía boca abajo, poblada de volcanes y vegetación enmarcada por mareas atlánticas. Todo ello en colores que semejaban ballestas para los sentidos, tregua fragante de almas buscándose, clamando por un espacio de tierra en el que saberse genuinas con glorioso porvenir.

Cecilia estaba triste y necesitaba un cambio de aires.
Soñaba con los paisajes que estaba a punto de visualizar, con la textura de los bosques, lo sereno de una brisa diferente, la telúrica atracción de los rugidos extintos en las bocas secas de los volcanes.
Una sonrisa tímida se dibujaba en su rostro cuando repasaba todas las imágenes y sensaciones que estaba preparada para vivir y que anhelaba como si ya las hubiese saboreado y se le hubiesen arrebatado.
Tal vez de ahí proviniese esa implacable tristeza que la acompañaba desde que terminó su periplo universitario y constató que todos los esfuerzos de sus padres y los suyos propios no parecían tener otra salida que el cruel ostracismo de su propia tierra. De sus raíces.

Con todos los conocimientos en mente, Cecilia empacaba sus objetos personales y se daba un respiro para recuperar la ilusión por vivir.
Ahí es nada: vivir.

Se había apuntado a un grupo de senderismo y, aunque al principio le costó madrugar para salir a mover su cuerpo, espabilar su mente y adaptarse al grupo que le asignaron, poco a poco notó cómo su anatomía y su psique sentían que esa actividad se había tornado en medicina.

Con más empuje cada vez, saltaba de la cama al alba para explorar todo rincón árido o selvático de esa tierra ignota que sus ojos atisbasen. Expeditiva descubridora, su ánimo se alzaba como las afiladas rocas, llegaba más lejos cada vez y la ebullición de un optimismo que creía olvidado retumbaba de nuevo como un vivaracho tambor en el fondo ya luminoso de su pecho menos foráneo.