Ojo por ojo

El mundo tal y como lo conocemos se acaba. El planeta tiene los días contados. En 2077 todo está destrozado, muerto o inundado. Apenas quedan lugares, exceptuando la región ártica, donde el ser humano pueda habitar. El cambio climático lleva décadas mostrando su cara más cruel, lo que ha llevado a la humanidad a construir una nueva sociedad donde la agresividad y la guerra son la única ley.

La mayor parte de los glaciares se han derretido por casi por completo, anegando las superficies continentales. Aquellos lugares donde aún no ha llegado el agua del mar se han convertido en desierto. Páramos yermos y paisajes desnudos, plagados de cadáveres de lo que antes fueron árboles y animales. Apenas queda comida, el aire está enrarecido y el sol difícilmente traspasa las nubes.

Nadie sabe explicar qué es lo que está ocurriendo, pero todos coinciden en que es el fin de la humanidad.

Así está todo el condado de Clark, en Kentucky, por donde Felicity conduce un viejo Jeep negro cubierto de barro y suciedad. Ella sabe cómo era el mundo antes de que la humanidad estallara en mil pedazos porque en el orfanato le enseñaron fotos. Imágenes de vegetación, flora, fauna, alimentos, personas y objetos de los que no recuerda su nombre pero los cuales añora porque antaño representaban un mundo mejor.

Para Felicity la vida no ha sido fácil. Nunca conoció a sus padres. Su madre murió al darla a luz y su padre fue asesinado una semana antes de que ella naciera. De eso hace treinta y un años. Dio entonces con sus jóvenes huesos en un orfanato en el que le recordaban un día sí y otro también lo malo que fue su padre: «Era un estafador. Un hijo de puta que intoxicó y mató a muchas personas inocentes con su miel», «Tom, ese cabrón de Tom. Mi hermana pequeña y mis padres enfermaron por culpa de la miel adulterada que vendía en el mercado negro cuando las abejas comenzaron a desaparecer».

Pero Felicity sabe que su padre no era malo: «Solamente intentaba mantener a su familia», se dice a sí misma. Ella siempre ha creído –o se ha autoconvencido– que su padre fue engañado por quienes le proporcionaban esa miel: «Mi padre no era apicultor ni nada por el estilo. Él no tenía ni idea de lo que estaba vendiendo, simplemente necesitaba el dinero. Era una víctima del sistema», se repite una y otra vez desde que tiene memoria.

Siempre ha intentado crearse una buena imagen de su padre, «su pobre padre», aunque nunca nadie que realmente llegara a conocerlo en vida le habló de él.

Lo que más le duele, sin embargo, a Felicity no es la mala imagen de su padre, sino que se lo arrebataran. Que la dejaran sola en el mundo, en manos de personas que no la quisieron y le infringieron daño continuamente durante dieciocho años.

A su padre se lo quitaron antes de que naciera, lo asesinaron. Por eso ha viajado hasta Kentucky, a pesar de todos los peligros que ello conlleva, para ajustar cuentas.

Felicity aparca el Jeep frente al Palacio de Justicia del condado, en la ciudad de Winchester. O al menos antes lo era, porque ya no quedan más que ruinas. Un edificio blanco, donde se dejan entrever elementos característicos de la arquitectura clásica y está coronado por una torre a la que le falta el reloj.

Mientras coge las armas del maletero y se las engancha en todos los bolsillos, correas, fundas y pistoleras que lleva sobre los pantalones vaqueros y el jersey negro, se refleja en el suelo la sombra de sus 1,85 metros de altura al filtrarse un leve rayo de sol entre la nubosidad imperante. Afina el oído, por si se escucha algo. Al segundo se percata del sonido bluegrass que sale del palacio.

Lleva un machete en el cinturón, dos navajas en las piernas, tres cuchillos, uno en el brazo derecho y los otros dos en las piernas, y dos pistolas, la más pequeña en el tobillo izquierdo y la otra en la pistolera que porta en la cintura. Lo lleva todo guardado y enfundado, tiene confianza en sí misma y sabe que su víctima está sola. No le tiene miedo.

Con paso decidido, Felicity penetra en el antiguo Palacio de Justicia. Se encuentra en un pésimo estado, medio vacío, desvalijado. Tropieza en el umbral de la puerta con una vieja botella verde con la etiqueta en blanco y la leyenda ALE81 en rojo. Le da una patada y esta se hace añicos al estrellarse con la pared. Quiere hacer ruido. Quiere que la persona a la que está buscando la oiga y salga a su encuentro.

―¿Quién eres? ―dice un hombre de sesenta y cinco años de pelo blanco con la cara manchada y medio desfigurada saliendo de detrás de las escaleras principales que hay en el interior del edificio y llevan a la planta superior.

―¿Donald Jefferson? Tenemos un asunto pendiente ―señala Felicity sin rodeos.

―¿Eres una de esas feministas que se hacen llamar «golondrinas»? ―pregunta Donald en tono de repulsión, con cara de asco. Y un segundo después añade un poco reflexivo, como si intentara recordar algo―. De esas del U.L.A.G., las terroristas del grupo Unión de Lucha Armada «Golondrinas 1405», o algo así creo que se llaman esas locas.

―Sí, pero hoy estoy aquí por algo personal. Algo que pasó hace treinta y un años ―responde Felicity tajante. No quiere andarse por las ramas.

―Vas a tener que ser más concreta, muñeca –apunta Donald en tono chulesco.

―Tú mataste a Tom, mi padre ―le acusa Felicity, y lo hace con rabia, escupiéndole a la cara.

―¿Tu padre era ese capullo que nos vendía miel adulterada cuando las abejas empezaron a desaparecer? ―pregunta sorprendido Donald―. Se lo merecía, murió mucha gente por su culpa ―señala con más aversión que antes.

―¡Y yo me quedé huérfana por la tuya! El orfanato fue insoportable ―se excusa con indagación Felicity, intentando tragarse el nudo en la garganta que se le ha formado al recordar aquel lugar tan horrible para ella.

―No me retracto de mis palabras ni de mis actos. Además ―la mira de arriba abajo con desdén―, ¿vienes a matarme? ¿Tú? Perdona que te lo diga preciosidad, pero por muchos «juguetitos» que lleves pegados al cuerpo no vas a poder conmigo. Te van a servir de poco.

―Capullo ―murmura ella llena de rabia.

Entonces, Felicity le da una patada en la mandíbula. Donald da varios pasos hacia atrás, llevándose las manos a la boca, llena de sangre. Felicity le golpea en el estomago y la entrepierna. Donald se dobla de dolor.

―Llevo años ―dice Felicity remarcando esa última palabra mientras agarra a Donald del pelo para que la mire a la cara― buscándote, con la única intención de matarte. Y eso es lo que voy a hacer.

Le obliga a ponerse de pie. Donald se resiste, intenta zafarse de Felicity, pero no puede, ella es más fuerte. Felicity saca una navaja del pantalón y se la clava a Donald en los riñones.

Entonces, Felicity lo tira bocabajo en el suelo, sangrando, y se retira unos pasos de él. Se percata de que el disco de bluegrass sigue girando y sonando en el gramófono. Asqueada, saca la pistola que lleva en la cintura y le da un tiro al tocadiscos. No le gusta esa música. Es odiosa.

Ahora solo se escucha la respiración entrecortada de Donald. A su alrededor comienza a formarse un charco de sangre. La sangre del asesino de su padre. Felicity se acerca de nuevo a Donald. Lo agarra de nuevo del pelo, saca su machete y lo pasea por el cuello de Donald culminando así su venganza.

―Ojo por ojo.

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