Cuando le sacaron el saco de la cabeza solo pidió una cosa:
—Suéltame las manos también.
El Otro le quitaba las sogas en sus muñecas, luego, contempló el lugar. Era justo como lo había querido. Desolado. Observó con más detenimiento. Pudo precisar maquinaria de alguna fábrica textil ya en desuso. Más allá del óxido, la vegetación crepitaba también y hacía su hogar entre lo humano.
—¿Algo más?— Preguntó El Otro.
—El bulto, ¿lo tienes?
Aquel no contestó con voz, sino con acción: tiró el bulto a sus pies. Lo que sí le reclamó fue lo siguiente:
—Ya estoy cansado de este juego Jav—
—No digas mi nombre o nunca volverás a ver a tu hija.
El Otro se calló de inmediato. Estaba en su juego después de todo. El primer paso fue pagarle a su propio primo para que se llevara a su hija a un lugar donde El Otro no pudiera encontrarla. Al menos por dos o tres días. El segundo paso era dejarle en su apartamento una amenaza: no llamar a la policía, no decirle a nadie, y el típico “si abres la boca…”. El tercer paso fue hacerle la petición. Fue por teléfono:
—Mi nombre es…
Se lo dijo.
—Me vas a buscar a la dirección que te enviaré por mensaje de texto. Sé que tienes ese carro caro que te gusta conducir. De antemano te advierto que me importa poco tu dinero. Esto no se trata de dinero, se trata de lo que yo quiera y punto. ¿Estamos claros?
No lo dejó contestar.
—Una vez me busques te pediré que me pongas un saco en la cabeza y me amarres las manos con una soga. Luego, quiero que me lleves a algún lugar privado. Donde no haya gente. Debes conocer varios, sé a lo que te dedicas.
El Otro intentó decir algo, pero—
—No. Ni una palabra más. Repito. En esto haces lo que yo te diga y punto. Es importante que entiendas lo próximo y que lo cumplas. De no hacerlo no volverás a ver a tu hija. Primero, no dirás mi nombre en todo el intercambio que tendremos. Segundo, te llevarás un bulto que estará conmigo en la dirección que te indicaré. Es importante que este bulto la metas en el baúl del carro. Tercero y último, sacarás lo que hay dentro del bulto una vez lleguemos al lugar. Con eso en mano, me matarás.
En ese punto estaban. Cuando El Otro sacó del bulto un revólver se paralizó con él en la mano. Lo miró y le dijo:
—¿Solo tengo que matarte? ¿No? ¿Con eso basta?
—Con eso basta, pero tenemos que buscar el lugar indicado. Quisiera que mi sangre signifique algo, ¿me entiendes? Que se quede tal vez más tiempo de lo debido o algo así. Tienes que quemar mi cuerpo, te dejé las instrucciones en el bulto. Todo en detalle para que puedas regresar con tu hija sin problemas. Después de todo, no puedes salir de aquí hecho un criminal. ¿No? ¿Qué te parece esta pared?
Se posicionó frente a la pared, de espaldas al Otro. La contempló por un corto tiempo y luego dijo:
—Sí, es perfecta. Aquí mismo. Si puedes, que el tiro sea en la cabeza para que la sangre pinte bien en ese blanco-casi-gris del fondo. La vegetación me encanta.
El Otro levantó el revólver con miedo y echó para atrás el martillo del arma. Sus dedos los tenía en el gatillo con sudor. Pensaba que sí apuntaba bien a la cabeza de aquel, porque podía verla tan diminuta y porque en el punto de mira del revólver daba la sensación de que la bala —una vez saliera por la boca— lo mataría de un golpe. Entonces se imaginó lo peor. Años de cárcel por una decisión absurda. ¿Le creerían? Tal vez sí. Tenía prueba suficiente. El mensaje dentro del bulto —aunque no lo había leído todavía—. También la llamada, ¿no? Alguien podía identificar la llamada, pensó. Luego, continuó imaginando y no se sintió a gusto. ¿Por qué Aquel quería que lo mataran? ¿Era esto algún tipo de trampa? ¿Alguna prueba macabra para ver si era digno de volver a ver a su hija?
—¿Quién te pagó por hacer esto?— Preguntó.
—Nadie. Solo hala el gatillo, anda. Mátame.
—¿Por qué quieres que haga esto?
—Si vuelves a hacer alguna pregunta más n—
—¡Ok! ¡Ok! ¡Lo haré!
Respiró profundo y lo hizo.
Cuando sintió el peso del gatillo del revolver en sus dedos sintió la angustia.
Era frío, por más intenso que el sol quemara sobre ellos.
Y es que… nada salió por el revólver.
Volvió a intentar.
Una. Dos. Cuatro veces más—
Nada.
—Gracias.
Cuando El Otro alzó la mirada del revolver fue en el momento justo en el que escuchó por fin el disparo. El espanto fue tal que pensó que por fin el revolver en su mano se había denotado. No fue así. Aquel se había disparado a sí mismo con su propio revólver. Lo había escondido por dentro de su pantalón. Estaba esperando el momento perfecto para metérselo en su boca y—
Cuando El Otro leyó las instrucciones dejadas dentro del bulto comenzó a reírse. Fue una risa como las que hacen sentir a los demás incómodos. Por suerte, no había más nadie allí. Él, el revolver, un bulto, las instrucciones, y el cadáver de un hombre que admitía —post-mortem— que había. . . a su hija.

Irving Saúl
irvingsaul.com
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