Los días pasan lentos, se dejan contemplar por quien abre los ojos en todos sus detalles, sus arrugas, su incontestable perfección estructural y su realidad espiritual, su tedio y su cansancio. Los días se suceden y se dejan tocar, murmuran, bailan a veces y a veces nosotros en ellos como parte del mundo que somos. En su aparente repetitividad piden en vano no ser olvidados, tener rostro y nombre, ser únicos. Pero se suceden y se suman y se pierden en un conglomerado homogéneo que crece: semanas, meses, años, una vida que se extiende aún. Son esos tiempos más grandes los que pasan paradójicamente fugaces, los que son no más que sucesiones de rayos en la noche de la memoria. ¿Qué es la vida si ellos no tienen voz ni huella?
Quedan tantas horas sentados o rondando con andar nervioso hablando con nuestros semejantes. Creo que no nacimos si no es para tocarnos unos a otros con palabras, aunque después muchas se olviden. Porque os escucho y sé que anheláis y tembláis conozco la realidad de mi anhelo y mi temblor. Porque os escucho se expande mi experiencia a lo inabarcable, se expanden mi deseo y mi alegría. Y hablo también, hablo para contagiar la comunión que a mí me ha sido contagiada, para hacer real mi vida en vuestras conciencias, para ser comprendido y mirar en torno a mí y saber que no estoy solo.
Podrán pasar los años y olvidarse y ser la memoria un desierto donde se secan imágenes desinfladas, pero no morirá el pálpito de haberos conocido a los que fuisteis un día mis prójimos.

Fernando Benito F. de la Cigoña
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