De flor en flor revoloteaba la primavera en las alas de una abeja que jugaba entretenida haciendo estornudar a un sargento de la policía de Zaragoza que en esos momentos acordonaba con cuidado la zona en donde horas antes se había encontrado el cuerpo inerte de una joven muchacha cuya desaparición habían denunciado unos días antes en la comisaría de un pueblo costero de la provincia de Valencia.
Dicho sargento se sacudía, molesto, la pequeña abeja que, ajena a la muerte de fondo, decidía seguir surfeando las flores y repartiendo su polen allá a donde viajaba; topándose esta vez con una fábrica abandonada cuya única función a medianoche era dotar de anonimato a jóvenes traficantes de medicamentos ilegales.
Algo cansada por tanto vuelo, decidía, antes de que la noche la abrazara por completo, resguardarse del fresco cerca de la bombilla de una farola que acababa de prender.
Tan profundo dormía, que no llegó nunca a escuchar las voces airadas ni el estruendo de un disparo que, como se diría en los tiempos venideros, partió la noche por la mitad.
Despertaba, la dulce abeja, con el tenue frío del alba, y proseguía su vuelo primaveral hasta adentrarse en un magnífico ramo de violetas sostenido en las pequeñas manos de una novia disfrazada de princesa.
Una novia de ojos enrojecidos y manos temblorosas debido al llanto de toda una noche y a un rezo tras otro para que el gran día de su boda no llegara.
De haber podido hablar, la abeja, testigo de aquella pantomima frente al altar, hubiera dicho varias cosas después del “que hable ahora o calle para siempre”, pero decidía callar y no impedir el casamiento.
Seguía, pues, volando en busca del amor en otra parte. Un amor sin princesas ni violetas.
Más tarde se colaba en un bar de mala muerte cambiando el olor a primavera por el del café de un frío otoño.
Se posaba en la campana extractora y, extasiada por ese aroma dulzón que impregnaba la estancia, la pequeña voladora imaginaba un poema:
Una taza de café en un estómago renqueante,
unas magdalenas rancias y una conversación insulsa,
poco más se necesita para encontrar el amor
en un rincón oscuro a las 5 de la madrugada.
Empezó como puede empezar cualquier historia
merecedora de ser contada,
en una mesa escondida dentro de un bar de mala muerte.
El olor acre del tabaco impregnaba la penumbra,
el diario del día prestaba sus malos augurios
desde la esquina de la barra
a quien tuviera el gusto de sumergirse
entre sus páginas.
Ella cansada de tanto niño,
él de vuelta de todo,
trataba de escuchar la entrevista
retransmitida en el aparato de televisión.
Ella se acercó a la mesa,
él le sonrió al pedirle un café solo sin azúcar
y unas valencianas,
ese día le apetecía recordar
los viejos tiempos en casa de su abuela
y el gran placer que recibía en su lengua
al comer aquellas deliciosas magdalenas.
Ella le devolvió la sonrisa más radiante
que él jamás llegara a contemplar
y conversaron hasta que el tiempo se les echó encima
con su inclemencia.
Ella atendió a otros clientes,
él pagó la cuenta y se marchó con prisas al trabajo,
no quería llegar tarde otra vez.
Más tarde se daría cuenta que junto al cambio
ella le dejó escrito su número de teléfono en una servilleta.
Supo en ese instante que la llamaría
incluso antes de volverla a ver cada día
en el bar con un café solo y sin azúcar
y la sonrisa más radiante
que jamás llegara a encontrar.
No le encontraba sentido a ser capaz de imaginar una historia como esa, ella, que solo debía preocuparse de llevar polen a su reina.
Con mil pájaros en la cabeza volaba de vuelta en busca de una abeja más sabia. Quizás pudiera ayudarla a comprender lo que pasaba:
Habiendo presenciado la muerte y molestado, sin quererlo, a un sargento esta mañana, habiendo intimado con lo ilegal a medianoche y pasado por alto un disparo de madrugada. Confundido una boda con una fiesta de disfraces y el amor con la mentira; ¿por qué he conseguido olvidar lo más oscuro que acontece para reinventar la primavera entre caricias de un café?
¡Ay, querida niña!- continuaba la reina- hay noches en que el alma de un poeta se entretiene en los ojos de una abeja y deja un poco de sí misma en nuestra esencia. Disfrútalo… Disfrútalo y vuela.
Y así, aquella curiosa abeja, que no entendía de primaveras, lo comprendió todo y continuó libre su vuelo en busca de un sueño estival.
Enrique Morte
@enrique.morte_poesia
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Irene Chiquero
@nenescritos
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