Regalo fúnebre

poesia sobre agua muerte

Buscaba agua. Su hermano le había enseñado que el cuerpo podía resistir sin comida, e incluso, hasta llegar a adaptarse. Pero no sin agua. Su hermano, según recuerda, leía mucho. Le había contado todo sobre El Antes, cuando él aún tenía en su memoria su voz y su rostro demasiado frescos. Luego de quince años era imposible. Ya no podía recordar a su hermano. Solo pinceladas. Leves. De alguien.
—Azul.
—¿Azul?
—Sí. Era un…color… pero tú tampoco conoces lo que es eso, ¿verdad?
—No.
— A ver… mira hacia afuera, ¿ves cómo ese vacío allá arriba se ve distinto a esto?
Tocaba la arena a nuestros pies mientras apuntaba con su mano libre al cielo.
—Sí.
—Si lo pongo así, mira… hay algo que no es igual.
Él casi no podía comprender, pero hacía el esfuerzo. Solo veía los dedos de su hermano moverse hasta el punto de hacer caer la arena. No sabía tampoco lo que era una “textura” y supuso que a eso se refería su hermano. Que el cielo (o “el vacío”) era distinto a la arena (el “esto” en sus manos) porque tenían “algo” (¿texturas?) diferentes. No era eso. El “color” no era eso, aprendió luego cuando también tomó el hábito de la lectura.
—El color de ese vacío era azul. Ya no.
—¿De qué co…c…co…lor, color es ahora?
—Violeta.

El Antes era un mundo muy distinto, aprendió. Habitaban más de nosotros sobre la arena, más que Ellos al menos. Los hermanos duraban más en El Antes. Cuando su hermano cerró sus ojos por última vez, de hecho, fue por una de esas causas desconocidas. Su piel entera tenía un color distinto, uno que él no aprendió cuando pudo. Le había dejado “un regalo fúnebre”, sus últimas palabras. Caminaba por el mundo, desde entonces, buscando dos cosas: agua, para sobrevivir, y el modo de hacer que aquel regalo fúnebre funcionara.

Le tomó años entender sus funciones. El aparato estaba incompleto, algo que pudo identificar al abrir una puertecita en su parte posterior. La puertecita hacía visible dos huecos paralelos: en uno había un cilindro que aplastaba una enredadera de metal, y en el otro hueco no había nada. Al parecer le hacía falta uno de esos cilindros para funcionar. Por eso, aquella mañana en la que salió a buscar agua…

Buscar agua era un proceso sencillo. Había que esperar a que Ellos se durmieran. En el silencio de la madrugada había que ubicar las grandes piedras en los campos magnéticos con sus orificios. Luego, introducir la mano por estos orificios y esperar a sentir la humedad. Se podía estar días enteros repitiendo este patrón sin éxito, pero cuando ocurría, cuando por fin sentía el agua: ¡había que sacar la mano de inmediato! No se podía correr el riesgo de contaminarla con la piel. Había que introducir, entonces, un vaso, o lo que fuera, y beber.

Aquella mañana no encontró agua, sino algo mejor: uno de esos cilindros. Ellos, a veces, ocultaban cosas que brillaban entre los orificios de las piedras. No le sorprendió en lo absoluto que lo hubiese encontrado. No. No le sorprendió, sino que lo alegró a tal punto que olvidó lo vital del agua. Llevaba ya más de veintiocho días sin…

Se preguntó muy tarde para qué funcionaba aquel cilindro. Solo lo introdujo en el hueco de aquel regalo fúnebre que por años mantuvo vacío. Luego, con su índice, palpó lo que su hermano le había engravado sobre la superficie del aparato: un símbolo que apuntaba. Apuntaba a otro símbolo (algo que le recordaba a las flechas con las que se defendía de Ellos). Luego, tomó las almohadillas que se unían por el arco de metal y las puso en el piso. Estas almohadillas estaban atadas a un tipo de enredadera color negro (este color lo sabía porque era el color de la noche…y el de los dientes de Ellos).

Cuando apretó el símbolo de la flecha en su regalo fúnebre, lo hizo con miedo. Se apartó del aparato, esperando alguna explosión o algo. Entonces, recordó que su hermano no le dejaría un regalo fúnebre que le haría daño. Era imposible pensar en eso.

Comenzó a escuchar algo que jamás había… Era un sonido que, poco a poco, mientras más se acercaba al aparato, sentía como un ruido.

Logró entender que provenía de las almohadillas cuando las tomó en sus manos y sintió una leve vibración en sus dedos.

Por instinto, quiso escuchar con más claridad aquel ruido. Se colocó el arco por sobre la cabeza y…

No pudo comprender lo que sentía, ni lo que escuchaba, pero aquel regalo fúnebre le devolvió el sabor del agua.

Tal vez también fue la primera vez que lloraba de alegría.

Irving Saúl
irvingsaul.com
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Publicado por Letras & Poesía

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